Marcela Parra, artista, investigadora y docente, nos reseña hoy el último libro de crónicas de Gabriel Zanetti: “Los espacios de memoria que se dan en este libro facilitan el desdoblamiento y el tránsito entre mundos, como si a través de la lectura también nos convirtiéramos en fantasmas que se saben representados. Emociones como el estrés, el tedio, la ansiedad o el cansancio, atraviesan también estos textos, colmados de hábitos cotidianos que se relacionan de distintas maneras con el amor: la protección y aceptación de los demás, y la necesidad de estar solos o de transitar entre nuestra propia vida y la de otros cuerpos con una clave afectiva como medio de transporte”.
Juro que es verdad (Editorial Aparte, 2022) es el segundo libro de crónicas de Gabriel Zanetti. No es de extrañar que en este conjunto aparezcan escenarios que nos recuerdan en ciertos aspectos a El Pejerrey, su entrega anterior, tales como el verano en el litoral central, el fútbol y el relato televisivo de alto impacto, que cruzan el imaginario de ambos libros. Esta continuidad escenográfica plantea a la vez una inyección de elementos que dirigen la mirada hacia un espacio liminal que se ubica entre la “normalidad” y una dislocación del cotidiano, y que emerje súbitamente en ciertas fisuras desde las cuales es posible ver con nitidez lo extraordinario de un paisaje que ha sido trivializado por el tránsito.
Juro que es verdad nos traslada a un espacio donde el “llamado a decir” cobra una relevancia especial. En estas crónicas, el autor pareciera asumir un rol de testigo, como estrategia para revelar y contener algo que es digno de ser resguardado y que, de no ser compartido, arriesga la posibilidad de fundirse con los sectores más difusos de la memoria, hasta parecer fantasías, dejar de ser realidad, transformarse incluso en una mentira. Un texto central en este sentido lo conforma la crónica “La radio relata, la televisión relata, la familia relata”. Aquí, el escritor se enfrenta súbitamente al estallido social desde la casa, debido a una prohibición médica que le impide ir a manifestarse. Esta limitación facilita, por otro lado, el registro escrito de una serie de acontecimientos que narran los medios de comunicación, mientras las dinámicas familiares se trastocan, y un frotado de ventana devela con nitidez el paisaje desnudo del horroroso Chile. Todo esto ocurre a partir de las 15:00 hrs. del 18 de octubre de 2019, cuando comienzan a quemarse algunos metros en Santiago.
El escritor, como ciudadano, como padre, como testigo, sólo puede percibir lo que sucede en las calles desde los fantasmas que aparecen en los medios de comunicación y a través de los relatos familiares. Recoge estas señales como pequeñas piedras de cuarzo o de algún otro material condensado que en la narración transmuta en memoria política, frente a la emergencia de los peores recuerdos que tenemos como país. En esos días resucitaron nuestros fantasmas y los registros de estas apariciones, la cámara del celular, los avisos por redes sociales, los mensajes de texto, las llamadas telefónicas, las denuncias y gritos a viva voz de la calle, cumplieron un rol primordial en el resguardo ciudadano de nuestra propia integridad. Frente a la extrema violencia policial que había en todo el país, el relato cobró una importancia vital, y llegó a pesar tanto como un tanque o como un kilo de pan. De hecho, una opinión recurrente es que, sin el acceso a la tecnología, las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el estallido social hubiesen sido aún mayores. También se dice que esto nos empoderó comunicacionalmente en relación al golpe de Estado de 1973, por lo cual el registro in situ de las noticias en la crónica se suma a un fenómeno colectivo. El texto encuentra entonces un punto liminal entre lo literario y la actualidad social, uniendo ambos mundos.
Jurar que algo es verdad, implica querer ser reconocidas y reconocidos en nuestra historia, poder existir y también elegir qué queremos que exista, reconstruyendo desde lo colectivo. Esta interacción comienza cuando sacamos nuestro pensamiento y lo depositamos afuera, en algún cuerpo externo, por ejemplo, en la escritura.
En el libro, el relato como protagonista de los días se da por primera vez en la crónica “Año nuevo”, que da inicio el conjunto. El llamado a comer de la abuela conduce a una escena donde la familia come mientras se cuentan recetas de cocina. Cito: Me gusta que llame a comer la persona que cocina, hay algo ahí, en esa ansiedad o urgencia, tal vez el anuncio de las formas del amor. En el caso de mi abuela todos los platos sofisticados cuya receta se explicaba mientras comíamos. Personalmente, cuando me siento sola o estoy pasando por un episodio difícil, cocino recetas que me enseñaron personas queridas, en tiempos mejores. Ingerir esos conocimientos, que entren en mi cuerpo y me generen calor, traspasa mi individualidad y así revivo su presencia por medio de los alimentos.
A esta primera crónica le siguen otros espacios de memoria que parecen prepararnos lentamente para la catarsis del estallido social, que se encuentra en el medio del libro.
En “Verano sin mar”, los primos juegan hasta que alguien se cae y se llena todo de barro: algo típico de nuestra infancia, que nos costaba dilucidar, por más que la misma escena sucediera una y otra vez. No registrábamos el aprendizaje, ni siquiera cuando alguien se quebraba un diente, terminaba con yeso o mordido por un perro. La vorágine del juego nos impedía saber qué pasaba por fuera. Ahora, las personas que pasamos mucho tiempo con niñeces sabemos que en algún momento alguien se va a accidentar y la adrenalina se convertirá en llanto. Es algo que tiene envejecer; a veces una siente que puede ver el futuro. En esta crónica, el relato de la niñez, termina cuando el primo mayor (el punto más lejano de esas infancias), se transforma en un joven: Mi infancia con mis primos fue como un largo año que terminó cuando Alejandro, el mayor, empezó a carretear, se dejó el pelo largo y formó una banda de rock. Ese año largo, que fue la niñez, también se construyó sobre un relato y un cuerpo colectivo.
En los textos “Juro que es verdad” y “Fauna paranormal” aparecen por primera vez los fantasmas –o al menos, apariciones más típicamente fantasmales que las imágenes de la televisión– abriendo camino a una posterior experiencia con peyote y a alucinaciones colectivas que generan otros puntos de fuga, desde los cuales ser participantes y testigos de algo. Las experiencias paranormales de la juventud pueden ser una promesa de un “más allá”, algo así como la existencia de un propósito oculto, una intriga que iremos destejiendo a lo largo de nuestra vida y que lo hace todo más emocionante.
En “Una moneda de oro se quema”, G, B y J consumen peyote en Plaza Egaña. Vomitan, se abrazan, ven árboles respirar, calles que se doblan en 45 grados, fórmulas matemáticas en el cielo que toman la forma de rayos rojos. Mientras suceden estos acontecimientos, son acompañados por una perra, anfitriona que transita en cuatro patas entre dos mundos. Durante las conversaciones de los protagonistas, se habla de que se puede llevar la mescalina a donde se quiera. Y efectivamente eso pareciera suceder: las alucinaciones se adaptan a quienes las crean y se traspasan de un cuerpo a otro por medio del relato: Algo que no puedo explicar ese ese wi-fi mental. ¿Por qué al mostrarles lo que yo estaba viendo, viviendo, ellos podían verlo de inmediato, sin preámbulos ni explicaciones?
En “Dormir la siesta”, el tránsito entre mundos aparece al reivindicar el abandono de la conciencia como una actividad productiva, creativa y recreativa. Los sueños conforman otro pasadizo, abren nuevas fisuras, tal como la poesía y los espacios delirantes que el autor termina habitando en La Vega central o en el repaso de nombres de poetas que, según dice el propio autor, tienen significado en sí mismos y se meten de alguna manera en el inconsciente.
Los textos “Toque de queda” y “Nueva normalidad” nos hablan con hermosa sencillez de la actualidad como algo inabarcable. “Cuidar a un ser querido” y “Estado de alerta” son textos dotados de una especial conexión con la emocionalidad de sus carnes más desnudas, donde las cosas suceden a la par con oleadas de pensamiento emotivo, en lo que tal vez conforma, otro anuncio de las formas del amor.
Los espacios de memoria que se dan en este libro facilitan el desdoblamiento y el tránsito entre mundos, como si a través de la lectura también nos convirtiéramos en fantasmas que se saben representados. Emociones como el estrés, el tedio, la ansiedad o el cansancio, atraviesan también estos textos, colmados de hábitos cotidianos que se relacionan de distintas maneras con el amor: la protección y aceptación de los demás, y la necesidad de estar solos o de transitar entre nuestra propia vida y la de otros cuerpos con una clave afectiva como medio de transporte.