El libro Bitácora,de Gladys González fue lanzado en los días de las movilizaciones universitarias feministas que este año han sacudido a Chile, proponiendo nuevos modos de pensar la identidad de género y las relaciones de poder que hoy violentan la vida cotidiana de las mujeres. En el plano artístico y literario, lo cierto es que cualquiera sea la materia de su poesía o de su crítica, de sus historias o reflexiones, las mujeres, cuando crean, deben enfrentar la crisis, la incomodidad, la responsabilidad de hacerlo, porque hacerlo sigue siendo, todavía hoy, un acto de rebeldía. Cuántas poetas y cómo han subsistido en Chile, quiénes las han apoyado, cuáles han sido los circuitos que les han permitido no digo ya que se las trate de igual a igual y con respeto en la discusión estética y política, sino que al menos, siquiera, puedan sentarse a escribir. En este sentido, hay un bellísimo ensayo de María Negroni, en que ella recuerda a Judith, la hermana de Shakespeare, aquella hipóstasis de la creadora sin un cuarto propio, imaginada por Virginia Woolf. Negroni la ve sentada frente a una página en blanco. Es allí donde acontece la primera tragedia para la mujer que escribe: “la de poder escribir y al mismo tiempo, no poder escapar del sufrimiento, la tensión y la rebelión a que la obliga implícitamente dicho acto”[1], porque se trata de un acto que sigue siendo en sí mismo, por el solo hecho de su trazo o de su gesto, un acto insurrecto. No se puede olvidar que se es mujer cuando se escribe, del mismo modo que no se puede olvidar que se es latinoamericano y que nuestros contextos sociales son violentos, tristes, dolorosos. De alguna manera se espera de la mujer, del latinoamericano, que haga un voto, y hay quienes de antemano desprecian su literatura y su arte, porque tienen prejuicios políticos, o piensan que la verdadera discusión estética está reservada solo para unos pocos iluminados que ni son mujeres, ni son latinoamericanos, ni son —qué atroz debe parecerles—, mujeres latinoamericanas. Frente a eso se impone la necesidad de remontar los lugares comunes, y lograr hacer del arte, de este arte supuestamente espurio, marginal, fangoso, que se supone chato y de un realismo plano, un arte realmente contemporáneo, un arte que sepa mostrar no las luces, sino la oscuridad de su tiempo, como dice Agamben[2]. Un arte con una singular relación con el futuro.
La poesía de Gladys González es esta necesaria forma de arte. Ha sido alumbrada en la pelea diaria que he descrito y hoy la tenemos en este nuevo libro, Bitácora, un título que provoca un efecto inmediato, ya que nos confronta rápidamente con dos nociones fundamentales de nuestra contemporaneidad: tiempo y escritura.
La anotación de la bitácora se ocupa específicamente del presente. Es una anotación anecdótica, descriptiva, detallada. El cuaderno de bitácora se guarda en un cofre con ese nombre, una especie de armarito cerca del timón del barco, donde quedará a resguardo de cualquier catástrofe (una especie de prefiguración de las actuales cajas negras). En este sentido, la escritura de la bitácora se escribe para un futuro incierto y adquiere hasta cierto punto el carácter religioso de una reliquia y el misterio de un tesoro. No todos acceden a su lectura, ese no es su horizonte. De hecho, en lo primero que pensamos, es en las catástrofes, en la muerte, en aquella anotación que relata cómo desaparecieron todos, qué ocurrió durante esos viajes legendarios en que la última anotación aparece previsiblemente trémula e inconclusa. ¿Una enfermedad que los mató a todos? ¿Un naufragio? La bitácora es un texto fantasma, un texto sobreviviente. Algo de eso hay en esta bitácora poética, en este registro del mundo que en la literalidad de sus imágenes descubre y activa nuestra capacidad de ver en la oscuridad: “noquear /a la propia sombra /en una calle desierta”.
Para cerrar lo relativo al concepto de la bitácora, ésta es una inscripción cronológica de pequeños sucesos remarcables; señala hitos de la experiencia que son realmente manifestaciones visibles de la historia. Este poemario vendría a ser, no obstante, el desmontaje de ese registro, la manifestación de una resistencia y la intuición de que existen otras formas de experimentar y comunicar el tiempo. Se desacredita la expresión lineal del viaje para proponer una travesía escrita por los lugares no transitados de la historia, a partir del registro de las intensidades afectivas, de algo que se instala y al mismo tiempo resiste la escritura. En la “Bitácora” de Gladys González, quien experimenta la travesía no quiere dejar un rastro fidedigno o coherente de su historia, su propuesta es otra. Cito: “practicar / la locura /la intensidad /el exceso /y la insensatez /como lecciones / abrazando esa oscura noche /se vuelve / más sensato /que el plan /fallido /de la linealidad”. El horizonte final de este viaje aparece nítido en las primeras palabras del poemario: “seis duelos / en veintisiete días”: la muerte.
Abrir con este poema, que ocupa la portada del libro, es una declaración: sobre la poética que lo anima, pero también sobre el punto al que ha llegado Gladys González en su poesía. Presiento que desde los poemas de Gran Avenida, su primer poemario, ha habido una evidente transformación. El “cuerpo mojado / envuelto en frazadas” del poema “Urgencias”, con que cerraba Calamina, quizá prefiguraba el cortejo fúnebre que aparece en Bitácora, en una poesía que de un libro a otro ha ido madurando y oscureciéndose, como abismada en una exploración cada vez más profunda y solitaria. Del mundo afectivo y urbano de Gran Avenida, a Bitácora, es indudable que hay un itinerario marcado por un uso cada vez más literal y efectivo de la imagen, para llegar, cito, a “ser la imagen / más fiel /al pequeño pájaro azul // seco /por el veneno”. Efectivamente, la poesía de Gladys González está envenenada: en un bar de ferroviarios se vive una atmósfera nocturna en la luz del mediodía y una mirada atenta, intoxicada, se resiste a retroceder ante la catástrofe: “negar / dejar atrás // no invocar como estado /ni la vigilia /ni la abstinencia”. Ni la vigilia ni la abstinencia, solo la embriaguez, el veneno, la pulsión escópica que registra los funerales sin nombre, los puertos, los bares, las calles lejos de las metrópolis, los lugares fronterizos, para hacer visible lo que está más allá de lo evidente, “en algún lugar / del desierto / mientras se arma / una fila / en el baño /de cholas / gringos /mujeres embarazadas”.
Las descripciones visuales que aquí aparecen no buscan ser un espejo, no dialogan con el mundo como lo haría un documental convencional. Sus observaciones se inscriben como una gradual, sinuosa fusión del mundo material y la subjetividad expresada por quien habla o escribe. Aquello que es observado y quien observa se acoplan: “la canaleta blanca de plástico”, “el trozo de carbón”, “el subterráneo empapelado con queloides”, manifiestan materialmente los fragmentos o destellos de algo, una subjetividad iluminada con luz oscura, una subjetividad emplazada, como se pone de manifiesto en este nuevo poemario, en “el patio trasero del lado salvaje”.
Me gusta mucho esta imagen acuñada por Gladys González, la del patio trasero como espacio heterotópico en que pueden arrumarse los desechos de muchas vidas pasadas, al resguardo de la mirada de los otros. Se trata, además, de nada menos que el patio trasero de ese lado salvaje por donde hace ya siglos invitó a transitar Lou Reed y antes de él tantos más. Aquellos malditos, sin embargo, anunciaban sus ritos ruidosamente. Nuestra maldita, Gladys, se despoja de toda pose, de toda consigna, porque el patio trasero del lado salvaje, en su escritura, es cotidiano y simple, silencioso. “El problema / no es el lugar /sino uno mismo”, advierte el poema “Navaja”; como invitando a pensar la manifestación del paisaje en ruinas y sus vidas arruinadas, toda esa “geopoética” a la que se ha referido Macarena Urzúa para hablar de la poesía de Gladys, como manifestaciones de una caída singular, la caída de sí mismo: “el arte de perder/no resulta difícil /con esta bitácora/ que lanza / tierra abajo /las huellas/ de un tiempo”, dice el poema inaugural, señalando con eso, como dice Mario Montalbetti, un posible sentido por el cual transitar, indagando -y no interpretando- el poema.
El poema final de este libro, “Transitorio” plantea la inminencia de un nuevo viaje: “la espera /en una sala alfombrada /un servicio de aduana /revisión de equipaje /en un terminal /semi vacío /bus a medianoche”. Como en muchos de los otros poemas (“Padre”, “Domingo”, “Tigre blanco”) la lectura es una experiencia atmosférica, en que lo inminente y lo no dicho son fundamentales: “la nieve del desierto / penetra en la piel /abre y aceita / la herida”.
Gladys González escribe sobre esa herida, con la levedad y la dureza que hacen de su poesía una carta imprescindible del presente, tendida hacia el futuro.
Bitácora
Gladys González
La Calabaza del Diablo, 2018
[1]Negroni, María. “Una fábula inconclusa”. En: Ciudad gótica. Ensayos sobre arte y poesía. Nueva York 1985-1994, pp. 83-87.
[2]Agamben, Giorgio. “¿Qué es ser contemporáneo?”. En:Desnudez, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011.