Leer una historia es siempre un acto de llegada. “El comienzo de la novela es la entrada en un mundo distinto”, escribió Italo Calvino en El arte de empezar y el arte de acabar. Pienso en eso cuando leo los cuentos que integran Flores nuevas (Montacerdos, 2014), del escritor cordobés Federico Falco.
El propio Calvino, seducido por los comienzos de los relatos, escribió una novela, Si una noche de invierno un viajero, articulada a partir de eso: momentos de apertura de la narración, momentos como aquél con que empieza su propio libro: “La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo…”. Lo que sigue es la llegada de un personaje a una estación de trenes, a un pueblo que le es ajeno. Falco hace lo propio: en prácticamente todos los relatos que integran el libro, los personajes hacen su arribo a un mundo que desconocen. Ese mundo es, en todos los casos, un pueblo o un caserío, verdadero o imaginario, de la provincia cordobesa. “Asiático”, “Historia del Ave Fénix”, “Un hombre feliz” y “El cementerio perfecto” suponen no sólo un desplazamiento geográfico. Se trata también de un viaje temporal, en que las nociones cotidianas quedan suspendidas. En “Asiático” es el viaje de un chico universitario a una región recóndita y amenazante, en que su condición de afuerino lo mantiene en vilo permanentemente. En sus sueños aparece una joven japonesa, Kaioto: “Kaioto me hablaba en japonés, y yo la entendía perfectamente”, dice el solitario narrador, quien busca a través de su viaje algo incierto.
“Toda narración es el relato de un viaje, la puesta en marcha de un movimiento que avanza en el tiempo y en el espacio”, escribe Graciela Speranza en Atlas portátil de América Latina. Leer Flores nuevas es, precisamente, eso; ponerse en marcha, asumir la lejanía de las cosas y los seres. También su perplejidad:
“Antes era mejor acá, me dijo el hombre mientras yo tragaba el último bocado.
¿Era un pueblo grande, este?, le pregunté.
No, no es grande, me dijo el viejo: Antes vivía mucha gente.
¿Y ahora?, le pregunté.
Ahora no, dijo el viejo y se calló. Se levantó y se fue”.
(Asiático)
Las historias de Falco tienen esa sabiduría que Benjamin adjudicaba a las antiguas narraciones, aquellas que hacían marinos mercantes y campesinos sedentarios. Los primeros, conocedores de las historias lejanas en el espacio; los segundos, guardianes de lo que quedó atrás en el tiempo. Como esas narraciones, abunda en detalles prácticos y prescinde del análisis psicológico: “cuanto más natural sea esa renuncia (…) tanto mayor la expectativa de (…) encontrar un lugar en la memoria del oyente”, escribió el filósofo alemán. Es así como en “El cementerio perfecto”, uno de los mejores cuentos del volumen, conocemos la historia de un ingeniero que dedica su vida a crear cementerios. El narrador no escatima detalles de la empresa: materiales, trazados, árboles y macizos de flores con que se armará el conjunto que dará consuelo a los deudos… y sus muertos. De la vida del ingeniero Bagiardelli se sabe poco: que no ha hecho familia, que recorre el país ejecutando su trabajo con arte y maestría. No es necesario saber más para interesarse por él y por los otros personajes, solos, enclavados cada uno en su porfía particular, entre ellos la del viejo Giraudo, de 104 años, quien no quiere ni piensa morirse.
Y aunque no hay personajes que “lleguen”, parafraseando con su gesto la experiencia del lector, en “Flores nuevas”, un cuento increíblemente bien trabado que le da título al volumen y es realmente de antología, hay también, en cierto modo, un viaje a un mundo extraño y sencillo a la vez, el de un grupo de adolescentes enquistados en las rutinarias celebraciones provincianas en torno a los 15 años. Una compañera del colegio, Tolchi Pereno, se ha suicidado, y se dice que estaba embarazada. El narrador de esta historia es sospechoso de esa nebulosa paternidad, sospecha que él niega. Pero deberá afrontar otro embarazo, uno que frustrará las ambiciones de su novia, Belkys, quien desea ser elegida la reina de la fiesta que cada año el pueblo ofrece a sus quinceañeros. Ella sueña los detalles de su propia celebración: “El padre de Belkys iba a pedir prestada la cancha de básquet del Club Belgrano. En lugar de usar los tablones del club iban a alquilar mesas redondas en Villa María, con manteles blancos. A las sillas las iban a cubrir con tela blanca también: Para que no se corriera la tela había que atarles una cinta rosa en el respaldar. Belkys pensaba usar los aros de básquet como portamacetas y poner ahí dos helechos grandes, que cayeran y los disimularan. La pista de baile iba a ser al medio, con una bola de espejos alquilada y en las invitaciones se pediría que los varones asistieran de saco y corbata. Primero sería cena, para los parientes, los amigos del padre y los compromisos. A nosotros, los del curso, nos pensaba invitar después, a la hora del brindis y el baile”. Los modestos detalles de este sueño juvenil sacan sonrisa: “En la cena servirían fiambre, con vitel toné, lengua a la vinagreta, salame y ensalada rosa…”. Pero quizás la banalidad de estos mundos pequeños no es más banal que la de otros que parecen más sofisticados. Y es la sencillez, precisión y casi parquedad con que Falco los presenta, lo que la hace –cuando todo falla, cuando todo se va al carajo– más cruel.
En el cuento “Flores nuevas” se siente el perfume melancólico de otros relatos de adolescentes, tan provincianos y banalmente trágicos como estos a los que Falco ha dado una poderosísima vida. Pienso por ejemplo en “Niños en su cumpleaños”, de Truman Capote (Nórdica Libros, 2011) o Un amor para toda la vida, de Sergio Bizzio (Mansalva, 2011). Se trata de historias aparentemente simples, que contienen una gran carga afectiva y también esconden razonamientos más complejos, sobre las relaciones interpersonales, el cansancio, las instituciones asfixiantes no solo de la vida pueblerina, sino de toda vida.
No hay pérdida en este libro de Falco, que cierra con un recuerdo de infancia, “Cuento de navidad”, la celebración de una navidad familiar en que los mayores han desaparecido, dejando el rastro de su presencia. Una abuela con demencia senil, un abuelo ya muerto, que vivió traumatizado por un doloroso y violento episodio de su infancia… y lo que queda, los vestigios de un caserón, de unas fotos, y también los espectros que los habitan. Porque sobre eso es este libro: sobre viajes a mundos desaparecidos, sobre viajes a mundos que están por desaparecer.
MIRNA ELLIEN MORENO MORENO
4 septiembre, 2014 @ 13:02
GRACIAS, FUE PLACER LEER ESTA PÁGINA. RECUERDO CON MUCHO CARIÑO A LORENA AMARO. MI MAESTRA EN LA UNIVERSIDAD CATOLICA EN SANTIAGO DE CHILE