En el brevísimo aunque contundente artículo “Kafka y sus precursores”, Borges –el infaltable Borges– sugiere que, dada su profunda relevancia en el imaginario occidental, el autor checo ha llegado a alcanzar una suerte de influencia retroactiva o, lo que es lo mismo, ha incidido irremediablemente en el modo de leer ciertos textos anteriores a la aparición de la obra kafkiana. Lo que Borges no llegó a comprobar, si bien de seguro lo sospechó, es que aún hoy, casi noventa años después de morir, Franz Kafka seguiría resonando en nuestra literatura.
Por supuesto, no será la primera ni la última ocasión en que se relaciona la obra que aquí nos ocupa con los principales motivos kafkianos. En efecto, La filial (2012) reproduce para nosotros esa atmósfera absurda y opresiva propia de los sistemas burocráticos descritos en El proceso (1925) y El castillo (1926). Por lo demás, el vínculo resulta demasiado evidente como para no advertir la cita o reformulación de un universo que los relatos de Kafka absorbieron, cristalizaron y, transformado para siempre, devolvieron a la realidad.
Sin embargo, conviene tener en cuenta que, por inevitables que parezcan, tales asociaciones no deberían restar singularidad al texto, sobre todo en lo que se refiere al carácter experimental con que Matías Celedón (1981), el autor, abre su senda paralela. Juego telegráfico, La filial está construida y organizada a partir de una serie de frases y oraciones timbradas –una por página– en el papel, lo que pretende, con éxito, transmitir la carga fría e impersonal del escenario representado. Además, Celedón complementa dicho empeño por medio de cambios de color, redistribuciones en la diagramación y otros procedimientos semejantes que vienen a ampliar los alcances de las escasas y a la vez reveladoras palabras.
Vale la pena subrayar que acá brevedad –200 cuartillas semivacías– no equivale a simpleza. Muy por el contrario: la de Matías Celedón es una novela que quiere y puede inquietarnos por cuanto nos devuelve la imagen de ese territorio lúgubre y asfixiante que a menudo habitamos sin darnos cuenta o, para decirlo en términos todavía más crudos, traza el camino hacia el abismo de monstruos demasiado parecidos a nosotros, dibuja el retrato de aquellos zombies en que nos hemos convertido quienes cada mañana somos vomitados por el metro para luego, maletines o mochilas en mano, ir a enclaustrarnos en una oficina durante nueve horas diarias.
Tras un corte en el suministro eléctrico debidamente anunciado (5), la oscura e imprecisa voz que relata suspende sus funciones normales “para dejar constancia” (9) de aquello que tiene lugar en la innominada filial, vale decir, la experiencia del encierro y el aislamiento, el encuentro entre seres marcados por la imperfección, la muerte de “la ciega” (173) y el posterior retorno de una luz que, no obstante, jamás es captada con nitidez: “…soy ciego al color” (127). Mientras, un tedio insoportable se cuela por los rincones y adopta un poder absoluto cuando se restablece la rutina y la consiguiente indiferencia.
Con todo, La filial supera por mucho la trama mínima que la sostiene y, en cambio, se nos escapa hacia otro sitio para, de nuevo, explotarnos en el rostro. En un contexto donde redes sociales y teléfonos móviles condicionan nuestro cautiverio y predeterminan a un nivel imprevisto las formas de comunicación, esta novela funciona como un correlato inesperado de la actual y cada vez más feroz fragmentación del lenguaje y, así, se nos presenta bajo la forma de un testimonio sobre los acechos del silencio y la nada, el cúmulo de anotaciones adjuntas a un formulario perdido en ese laberinto ilegible que es el paisaje del hastío.
Celedón, Matías. La filial. Santiago: Alquimia, 2012.