Todo el barullo que ha generado el reciente Nobel a Bob Dylan (Duluth, 1941) es a mi parecer bastante incoducente y artificial, y no ha servido para otra cosa que visibilizar el canutismo de muchos artistas, críticos y académicos. Mucho se discutió la pertinencia de entregar el premio a un “poeta” que no ha publicado un solo libro de poesía propiamente tal (¿alguien sabe qué es eso: un libro donde el autor escribe para abajo, un libro que se archiva en la sección poesía de las bibliotecas universitarias, un artefacto textual x al que le decimos –a la Duchamp – poesía, etc.?), más de alguno alzó su voz para denunciar la afrenta que este reconocimiento significa para los escritores “profesionales” (preguntémonos que dirían Villon, Baudelaire o Rimbaud de ese mote) y no pocos simplemente dijeron que las letras de Dylan, en estricto rigor, no son poesía (y por ende, no son literatura).
Gran parte de los argumentos que han gastado demasiada tinta y tiempo de los lectores de periódicos o asiduos polemistas de redes sociales, puede tirarse a la basura sin remordimientos, pues las mejores canciones de Dylan (no son pocas), si bien no son estrictamente poemas, son ejercicios líricos de la más alta alcurnia, que generan en el auditor una sensación análoga a la lectura de un buen poema: eso que Lester Bangs llamó tan acertadamente como “erección del espíritu” (no conozco mejor descripción del “efecto” que produce el buen arte en el receptor). Y cuál es el buen arte, dirán ustedes, pues aquel que produce erección espiritual en el receptor. Es muy simple. El problema del buen/mal arte sería entonces un problema de recepción. Pero volvamos a Dylan.
El centro neurálgico de su obra – sin desmerecer la desgarradora crónica de una ruptura que teje Blood on the Tracks o el maravilloso y elegíaco Time out of Mind – es la magnífica “trilogía mercurial”: Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966). Esta trilogía es como una road movie por la mente delirante de un rapsoda que –cual esponja– ha absorbido prácticamente todo el canon de la canción folk norteamericana y el blues, con raíces en los spirituals, cantos esclavistas, tonadas de los Apalaches, que se ha ido forjando lentamente al son del martilleo de los durmientes que sostienen las vías férreas, y por otro lado ha sido un ecléctico lector de un puñado de obras de la literatura universal, que atrapa al paso como un niño curioso mientras peregrina por departamentos de amigos y amantes en el Greenwich Village (NYC), Minneapolis y en toda la ruta desconocida de su peregrinaje antes de su arribo a la Gran Manzana: John Locke, Montesquieu, Lutero, Tucídides, Julio César, Tácito, Pericles, Gogol, Balzac, Mauppassant, Chéjov, Hugo y Dickens; también Byron, Longfellow, Poe, Leopardi, Coleridge, Whitman, y Milton, libros de medicina y arcaicos manuales del arte de la guerra; biografías de Simón Bolívar y Alejandro Magno; pero sobre todo la Biblia. Amplía en estos discos el canon de sus hallazgos, recordemos que ya en sus discos anteriores había recurrido a antiguas baladas escocesas e inglesas como modelos para algunas de las más hermosas canciones de amor (con melodías inspiradas en la antiquísima“Scarborough Fair”) de fines de los ’60: “Girl from the North Country”, en la forma de lamento lírico, o “Boots of Spanish Leather”, en clave epistolar, mientras que las “murder ballads” eran el modelo para “topical songs” como “The Ballad of Hollis Brown” o “The Lonesome Death of Hattie Carroll”.
De su mente, “repleta de palabras”, como el mismo Dylan confiesa, emanan las canciones en forma de delirantes arroyos: una suerte de versión lírica del stream of consciousness, más cercano a la poesía de poetas como Ginsberg o narradores como Kerouac. Ahí tenemos obras perfectas como “Subterranean Homesick Blues”, “Visions of Johanna”, “Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again”, “Desolation Row” o “Tombstone Blues”, y esa desgarrada diatriba a esa otra que es también uno mismo: “Like a Rolling Stone”. Dylan, alejándose siempre un poco más de la costa de las certezas, plantea de manera siempre indirecta una poética basada en un cúmulo de imágenes entre las que podemos encontrarnos con Mona Lisa con nostalgia de la carretera, a Shakespeare en un callejón disfrazado de bufón flirteando con una francesa, a T.S. Eliot peleando con Ezra Pound en un barco o a Einstein disfrazado de Robin Hood. Son canciones más grandes que la vida, piezas que van creciendo en cada escucha (hay que escucharlo mucho antes de leerlo), que parecen dictadas directamente de boca de las musas, que lo engatusan con cuentos de hadas acerca de los colonos del Mayflower, los atribulados tiempos de Lincoln y la esclavitud, los steel drivin’ men que levantaron las líneas férreas de los Estados Unidos, los hampones y vagabundos (hobo) que recorrían el país colados en vagones de carga. Dylan no es –como muchos han dicho– un cronista de lo contingente y las circunstancias que lo rodean. Mucho menos un cantante de protesta en la línea de Pete Seeger y otros: su único partido es su obra. “Restless Farewell”, por ejemplo, es una canción de protesta, pero una particular contra la chismografía y una afirmación del aislamiento del artista, y la reafirmación de que sólo será fiel a sí mismo.
Como Ezra Pound, Dylan viaja a un pasado más remoto para hablar de lo que ve y padece. No le interesa el “complejo mundo moderno”, carente de peso específico. Lo que para él es actual, seductor y bullente son eventos como el hundimiento del Titanic, las inundaciones de Galveston, John Henry martillando las rocas o John Hardy matando a un hombre de un balazo en la frontera de West Virginia. Estas eran las noticias de valor para él, las cuales rearticulaba para tejer un nuevo paisaje que lo rodeara. Un paisaje adosado indefectiblemente a la carretera, una de las constantes de la poética dylaniana junto a las líneas férreas, las campanas, el sonido de las viejas cañerías de Nueva York y la voz lejana que emerge de los aparatos de radio.
En sus discos, aún en los más autobiográficos, como Blood on the Tracks o Desire, se revelan varios Dylan, nuevas personificaciones de un artista que es en sí mismo una serie de personæ, entre otras la del bardo de la epopeya que forjó América y, sobre todo, la de aquellos a quienes el progreso de la nación más poderosa del mundo dejó botados al borde del camino.
El Greenwich Village neoyorquino aparece como un paisaje arquetípico, una Atenas alternativa, una Arcadia lisérgica por donde pululan personajes extrañísimos, tanto como los que habitan sus canciones “río-saga”: hipsters que recitan el Don Juan de Lord Byron, musas con extrañas teorías vampirescas, vaqueros expertos en teorías marxistas, ninfas alcanforadas, cantantes disfrazados de sacerdotes que predican el Apocalipsis y ex convictos que reemplazaron la navaja por la guitarra.
Desde Leadbelly y Charlie Patton hasta el “poeta de la Confederación”, Henry Timrod (revivido en Modern Times), pasando por Woody Guthrie, Blind Willie McTell y Robert Johnson, en el cancionero dylaniano confluyen las voces de una tradición riquísima que va del blues al folk, y que luego adopta el rock eléctrico como lienzo donde desplegar sus impresionistas letras. No recuerdo si fue Larkin quien dijo que las canciones de Dylan eran como poemas “a medio hornear”. Si es que suenan así leídas es porque están concebidas para ser escuchadas. Tratemos de imaginar cómo sonarían algunos poemas de Ashbery cantados con música. La “poesía” de Dylan no se entiende si no es desplegada en su marco musical.
Pero Dylan, un buen aprendiz, destruye las reglas de los maestros para pasar a fundar una nueva “república invisible”, un nuevo territorio donde las canciones son obras de arte completas y autosuficientes, poemas sonoros que operan, a través de un cúmulo de imágenes, como espejos: canciones donde siempre creemos que está, de alguna manera, hablándonos a nosotros mismos.
En Chronicles, Dylan escribe de “hombres que confiaban en sí mismos para decidir, para bien o para mal, cada uno de ellos preparado para actuar solo, indiferente a la aprobación del resto, indiferentes a la riqueza o al amor”. De hecho, Dylan confiesa que, al ir a Nueva York, “no era ni dinero ni amor lo que buscaba”. ¿Qué buscaba? La pregunta no puede ser respondida ni siquiera por él mismo, aunque tal vez sí por su abuela, que le contó al pequeño Bobby Zimmermann que “la felicidad no está en el camino a ninguna cosa. La felicidad es el camino”.
Dylan pinta con palabras un fresco de la tormenta de la realidad que nos azota mientras vamos a la deriva hacia la muerte, un dibujo a mano alzada de la corriente que nos lleva a todos de vuelta hacia el mar. Es un artista que, a pesar de ser la involuntaria voz de una generación, no representa ni nunca quiso representar a nadie más que a sí mismo, y que nunca sintió la necesidad de explicarle nada a nadie. Estoy seguro de que tampoco lo va a hacer ahora. Sólo nos queda agradecer estar vivos en la misma época que el más elusivo heredero de Shakespeare en el siglo XX quien, como Dylan, también recurrió a fuentes oscuras y perdidas para hablarnos de nosotros mismos sin necesidad de mirarnos a los ojos. Como el bardo de Stratford Upon Avon (en su caso el teatro fue escrito para ser representado), Dylan hace ARTE con palabras. ¿No es eso, precisamente, la literatura?
Al ser tal vez el Nobel de Literatura más conocido a la hora de ser anunciado el premio (por el contrario, Neruda, Mistral y García Márquez se hicieron mundialmente conocidos precisamente gracias al Nobel), la Academia Sueca se expuso como nunca a que todos opinen acerca de la pertinencia del premio. Está bien que la gente opine, pero parafraseando “Ballad of a Thin Man”, creo que son pocos los críticos que están captando lo que está pasando aquí, lo que hay detrás de este Nobel y, ciertamente, por qué Dylan es un más que adecuado galardonado. Mucho Mr. Jones perdido por aquí y por allá. Pero ya lo dijo Dylan: “It’s not aimed at anyone”. No sigan leyendo leseras como esta y escúchenlo.