Francisco Díaz Klassen. El hombre sin acción. Editorial Forja, 2011.
A la prosa sintética y contenida que por estos días parece ser el principal certificado de madurez literaria, Francisco Díaz Klassen opone una narrativa profusa y desbandada, propensa a la divagación y a la especulación filosófica. Frente a la cotidianidad simplona e infantil, propone en vez el gusto por lo trascendente, o derechamente el delirio. El resultado es un lenguaje propio y completamente autosustentado que hace de El hombre sin acción (Editorial Forja 2011), a pesar de la portada (y en cierta medida del título), un indudable logro estético y literario.
Díaz Klassen no escribe con el estilo acomplejado y casi quirúrgico que parece ser el único remanente que nos ha dejado el mar de dudas sobre el lenguaje que ha inundado las últimas décadas. Por el contrario, su literatura crece precisamente en el terreno de la especulación y la sospecha, el tanteo. Pero su camino no es la cháchara inoficiosa, eso sería caer en el truco que precisamente nos tiende, sino que se trata de una búsqueda más trascendente. Un narrador que no pierde el tiempo en el rezongueo biográfico (por más que juegue constantemente con las similitudes entre el autor y el narrador), sino que aprovecha cualquier excusa para lanzarse en un territorio submarino o subterráneo que permanece frecuentemente inexplorado,
Este parece ser el aspecto más original del libro: a fuerza de rechazar los patrones más convencionales de la novela, el narrador (o uno de los narradores) de El hombre sin acción, no teme internarse en aguas más profundas y despacharse expresiones del siguiente tipo: “Hoy, que hemos reemplazado la palabra sentimiento con la palabra sensibilidad, y que le hemos agregado comillas a la palabra real, al descubrir que lo que es real, la realidad, también parece ser un invento de la ficción, importa poco el aspecto moral de la literatura, si lo hay”. O bien: “Ese tipo de trascendencia o comunión con el mundo ya no existe, o empieza a desaparecer en medio de lo que curiosamente llamamos modernidad. Pero pronto habrá otro tipo de trascendencia, se me ocurre. Otras tradiciones y otro tipo de aullido.”
Se trata de un estilo para el que es posible rastrear escasas influencias en la literatura chilena. La conexión más directa parece ser Beckett, en el constante autoboicot de sus propias palabras, en la preferencia por la descripción pormenorizada de procesos fisiológicos (incluyendo la defecación) y en su permanente delectación en la ignorancia, el no saber: “me encontré con un sujeto empecinado en hacerme la vida imposible, no sé ni quiero saber por qué”.
En las elaboraciones más propiamente metafísicas se asocia también con la prosa del austríaco Thomas Bernhard, si bien Bernhard se destaca por un despotricar furibundo contra cualquier tipo de ideología, o meta-discurso, en cambio Cristóbal Block, o el hombre sin acción, o Díaz Klassen, parece orientarse precisamente en la dirección contraria, hacia un retorno o nostalgia por un especie de metafísica.
Con muy poco respeto por la trama (enhorabuena), la novela toma así los más diversos decursos para lanzarse casi al azar en sus disquisiciones: diálogos con acento español, hilarantes discusiones entre un aprendiz de escritor y una despiadada crítica, su propio fracaso como escritor, la descripción pormenorizada de la masturbación, o cualquier otro.
De alguna forma, la articulación de todos estos planos puede resultar a ratos un poco incómoda. No por la falta de coherencia, pues de alguna forma la novela no funciona sin este desparpajo e insumisión, sino más bien porque trasluce a ratos la idea de que estuviera buscando alguna racionalidad oculta, una especie de ambición de totalidad que conspira contra la gratuidad del argumento o del delirio.
En cualquier caso, más allá de estas pequeñas fisuras formales, lo que importa es tener algo que decir, y sin duda que eso hay de sobra en El hombre sin acción: un conjunto de ideas acerca de la literatura y la vida que erupcionan con inusitada fuerza y solidez y convierten esta narrativa en una respuesta ciertamente promisoria a la muy requerida demanda de voces auténticas y originales en nuestra literatura.