«Los rayados en los muros de las calles manifiestan el desacuerdo y pueden ser entendidos como la articulación de un logos, donde los sujetos abandonan su estatus parlante de la consigna ensordecedora, para inscribirse en la síntesis del texto y la imagen», nos dice el poeta, guionista e investigador David Bustos, quien se entrega al análisis de dos famosos rayados que serían ni más ni menos que expresión de las nuevas estructuras político-sociales surgidas durante el inédito estallido social chileno.
El 18 de octubre se inició el estallido social que surgió en Santiago y, extendiéndose a distintas ciudades de Chile, ha durado hasta el día de hoy. La palabra estallido retrata el primer momento de la revuelta. Los estudiantes secundarios llevaban meses en paros y huelgas, cuando decidieron en masa saltar los torniquetes del metro. Ese acto de desobediencia civil es la puerta de entrada a la explosión social. La población que observaba expectante hace semanas por televisión los enfrentamientos estudiantiles con carabineros, sale a la calle. Entonces el malestar se extiende y multiplica. Los cuerpos que hasta el momento estaban regulados por la lógica policial, normalizados en su singularidad indistinta, rompen el cerco para abiertamente ir hacia el encuentro del otro.
Desde los rayados de muro quisiera analizar la revuelta estableciendo algunas consideraciones históricas. Partamos por uno de los rayados más populares: “No son treinta pesos son treinta años”, que alude a la demanda de los estudiantes secundarios por los treinta pesos de alza del pasaje de metro, pero añadiendo la variable histórica (“son treinta años”). ¿Hacia dónde apunta esa variable?
El modelo neoliberal chileno se implanta en la década de los ochenta, en plena dictadura de Pinochet y su objetivo principal es la privatización de todas aquellas áreas sensibles que dicen relación con lo público: el agua, las compañías eléctricas, el transporte público, la salud, las pensiones, la educación y un largo etc. Ese conjunto de medidas (un verdadero programa del shock) impuestas en esa época provienen en su mayoría de la doctrina económica de Milton Friedman (Premio Nobel, 1976) patrono de los economista chilenos que estudiaron en la sancta sanctorum de la Universidad de Chicago. El mercado es capaz de regular todos los bienes y servicios de una sociedad, incluyendo aquellos que por derecho deben estar asegurados y garantizados por el Estado. Parafraseando a Naomi Klein se trata de vender al mejor postor los pedazos del Estado. Los “treinta años” se extraen de esa matriz, el quiebre institucional perpetrado por el Golpe de Estado es el punto de inicio, pero si restáramos —y fuéramos exactos con el rayado— veríamos que no son treinta años: la aritmética nos arrojaría un aproximado de cuarenta seis. El punto no se hace en dictadura. O sea el rayado señala abiertamente a los gobiernos de la Concertación. “No son treinta pesos son treinta años” es una crítica evidente a los gobiernos “democráticos” que permitieron que el neoliberalismo se instalara mediante un cuerpo legislativo (Constitución de 1980, Jaime Guzmán mediante) capaz de resistir modificaciones con tal de mantener operativo el modelo. Por ejemplo, la neutralización de ambas cámaras (alta y baja) debido a los altos quórums o lo que era hasta hace poco el sistema binominal, equilibra la correlación de fuerzas políticas en el parlamento, haciendo que cualquier avance social demócrata (reformas), sea insustancial, aceptándose solo aquellas modificaciones que en la glosa, en la “letra chica”, transiten silenciosamente hacia la profundización del modelo neoliberal. También otra explicación de los “30 años” puede ser el corte etario de los autores del rayado. Entendiendo que ese tipo de intervención urbana proviene de un sector de la población que no ha superado los 35 años y que representa la fuerza impugnadora en las calles.
Este rodeo histórico no nos permite explicar en su totalidad las razones históricas del estallido social del 18 de octubre –las razones siempre serán mucho más extensas y complejas– pero sí nos ayuda a establecer algunas coordenadas del contexto desde donde proviene el estallido.
Observemos lo que Jacques Rancière señala respecto de la política:
“La política comienza precisamente allí donde dejan de equilibrarse pérdidas y ganancias, donde la tarea consiste en repartir las partes de lo común, en armonizar según la proporción geométrica las partes de comunidad y los títulos para obtener esas partes, las axiai que dan derecho a la comunidad. Para que la comunidad política sea más que un contrato entre personas que intercambian bienes o servicios, es preciso que la igualdad que reina en ella sea radicalmente diferente a aquella según la cual se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios”.[1]
El gran título de la explosión social que parece contener la sumatoria de las demandas sociales es la desigualdad. Una impugnación a la política, ya que en esta se debe necesariamente incluir a los representantes de la ciudadanía que forman parte del aparato del Estado y que fueron elegidos por voto ciudadano en “elecciones libres y democráticas”. Analizar la representación bajo ese tipo de elecciones –mediadas por los intereses económicos de los grandes capitales (casos de financiamiento irregular de la política), donde la ciudadanía, debido al voto voluntario vota menos del 50% del padrón electoral– provoca una distorsión de la representación. Este asunto se hace igualmente relevante cuando nos aproximamos al tema de la desigualdad y al presupuesto del desacuerdo.
“La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte”[2] señala Rancière, o sea que la causa de que la política llegue tarde a la repartición aritmética “de los intercambios y reparaciones” induce a dos escenarios posibles, según el filósofo francés: al “orden de la dominación o el desorden de la revuelta”[3]. Señal inequívoca de que la interrupción de la revuelta social es un nuevo ordenamiento de la política.
Vale mencionar también que con la revuelta los cuerpos volvieron a encontrarse en un lugar común para redefinir las partes que los identifican. Vertebrados por una suma de demandas que cuestionan la representación del modelo económico, formulado bajo una estructura patriarcal, que se concibe desde la verticalidad del poder, el estallido social da paso a la voz de la calle, interrumpe el modo anterior gestionando un nuevo reparto de lo sensible donde se desorganizan ciertas comunidades para producir otras. Comunidades auto-convocadas, alejadas de los patrones hegemónicos de la Guerra fría (izquierda y derecha), que no reconocen jerarquía y que se constituyen desde la horizontalidad y la impugnación patriarcal al poder.
Los rayados en los muros de las calles manifiestan el desacuerdo y pueden ser entendidos como la articulación de un logos, donde los sujetos abandonan su estatus parlante de la consigna ensordecedora, para inscribirse en la síntesis del texto y la imagen. Marcas de apropiación, irrupciones en la propiedad privada que pueden ser detectadas en grupos específicos: feminismos, disidencias sexuales, ecologismos, anarquismos, resistencias mapuches, antipsiquiatría, movimientos de resistencia, etc.
Entonces los muros son el formato material perfecto donde se inscribe el logos, que es la palabra “apta para enunciar lo justo”.[4] Rancière señala que en esa dirección surge la política. Recordemos que Rodolfo Walsh decía que las paredes son la imprenta de los pueblos. Lo que se observa entonces en los rayados, no es el ruido inarticulado, meras “voces que expresan agrado o sufrimiento”[5], sino más bien la inscripción de frases y dibujos que son nuevas formas de la división de lo sensible rearticuladas en el espacio público.
El siguiente rayado que nos interesa comentar aquí es “Vivir en Chile vale un ojo de la cara”, escrito en un muro cercano al metro Universidad Católica y que se encuentra acompañado del dibujo de dos ojos, uno de estos ensangrentado.
El último informe del INDH, realizado el 30 de diciembre del 2019, contabilizó un total de 359 casos de trauma ocular asociados a las manifestaciones. Uno de los casos más frecuentes es el traumatismo ocular con globo abierto (estallido ocular) provocado por la acción de balines antidisturbios. ¿Por qué los ojos se han transformado en la obsesión del blanco policial? ¿Qué relación tiene la vista con la represión política? ¿Se puede detectar un patrón en este tipo de mutilación?
El estallido social fue acompañado de una frase para el bronce: “Chile despertó”. Pero ¿de qué despertó? ¿del gran sueño neoliberal? ¿de su alienación en la sociedad de consumo? Ese despertar va acompañado de un volver a mirar la realidad, de un descubrir todo aquello que había sido banalizado y encontrarle un sentido crítico. Ese despertar de la mirada a los pocos días de la movilización social fue reprimido por la fuerza policial con los conocidos balines que fueron dirigidos a los ojos de los manifestantes. Como una forma de normalizar la mirada, volverla a un régimen anterior del reparto de lo sensible. Esta sanción civilizatoria tiene una larga data. Para Platón el intelecto era el “ojo de la mente”, o sea una forma suprema del Bien.[6] Sabemos que para el filósofo griego los ojos no eran instrumento de la visión sino que una forma de ver a través de ellos. Resulta interesante ese debate porque estamos ante dos acepciones del mirar, que tensa el análisis, una de corte material y hasta orgánico, y otra como modo de comprensión de la realidad. “Demócrito se arrancó los ojos para ver con su intelecto”.[7] El debate de la mirada está presente en el mundo helénico y la retórica pronto pasa a segundo plano, reduciendo asuntos verbales a figuras transparentes, de similitudes más que de diferencias (Aristóteles incluso afirmó en su Poética “que una buena metáfora es ver una similitud”[8]). Si nos quedamos con esta última idea podemos observar que el rayado “Vivir en Chile sale un ojo de la cara” cumple precisamente esa función de similitud comparativa. El alto costo de la vida y la pérdida ocular debido a la represión. Dos designaciones que señalan un litigio, económico y social por un lado, y por el otro el atropello a los derechos humanos. Como si manifestarse de manera pública y en oposición al sistema tuviera un costo que debe ser sancionado en este caso por la mutilación de la vista. Y si seguimos esa línea reflexiva la figura de la represión policial (normalizadora) sería la encargada de cobrar o hacer pagar ese costo (todo tiene su precio, dixit Milton Friedman). Esta lógica neoliberal puede parecer absurda, pero no si nos detenemos en los principios que movilizan al Estado chileno, que plaga el debate político con criterios economicistas y represivos.
También es relevante señalar que en un mundo dominado por la imagen y las pantallas, la vista cobra cierta superioridad en relación, por ejemplo, al oído. Y desde esa perspectiva la represión dirigida a la mutilación ocultar cobra un sentido estratégico en la neutralización del mirar. El manifestante que padece ese terrible trauma ocular, recibe un mensaje de amedrentamiento, que tiene como objetivo final el daño permanente, una huella normalizadora. El tatuaje de la represión en los cuerpos será imborrable.
A modo de conclusión se puede afirmar que, dada la connotación de la revuelta y desde la lectura de algunos rayados, que escapan a la mera denuncia, se puede sostener que el logos de su interrupción está rearticulando la política en la instauración de un desacuerdo que tiene un nuevo reparto de lo sensible. Hemos tomado como ejemplo de rayados “Vivir en Chile vale un ojo de la cara” y otro secundario “No son 30 pesos son 30 años” para reflexionar históricamente sobre las motivaciones del estallido y también desde las diferencias, significados y alcances simbólicos de ambos textos escritos en los muros.
Lo cierto es que desde el 18 de octubre en adelante surge una impugnación al orden establecido a la vieja política y nace un nuevo orden, donde los interlocutores del desacuerdo hablan desde racionalidades distintas, comparten y no un mismo logos. Esto no es ajeno al desplome del patriarcado como ordenamiento del poder. Sostener que esta revuelta no es política significa no entender sus reales motivaciones. Confundir sus principios de organización porque no reconocen estructuras políticas sociales convencionales y con eso desacreditar sus demandas es profundizar el desacuerdo. El problema es que el viejo orden de la política no tiene las herramientas para traducir esta estructura que por el momento sigue en el litigio de ejercer su derecho a hablar desde la transversalidad y nuevas comunidades desjerarquizadas. Los rayados en la muros de las ciudades son el mejor ejemplo de los sin nombre, de lo eternos excluidos de la comunidad que expresan ideas con sentido.
[1] Jacques. Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires: Ediciones nueva visión, 1996), 18.
[2] Jacques. Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires: Ediciones nueva visión, 1996), 25.
[3] Jacques. Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires: Ediciones nueva visión, 1996), 32.
[4] Jacques. Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires: Ediciones nueva visión, 1996), 37.
[5] Jacques. Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires: Ediciones nueva visión, 1996), 36.
[6] Martin. Jay, Ojos abatidos (Madrid: Ediciones Akal, 2007), 29.
[7] Martin. Jay, Ojos abatidos (Madrid: Ediciones Akal, 2007), 30.
[8] Martin. Jay, Ojos abatidos (Madrid: Ediciones Akal, 2007), 34.