Para participar del diálogo que ha generado la obra de Cristina Rivera Garza y el Premio Pulitzer que ganó por su libro El invencible verano de Liliana, publicamos hoy este texto, en el que Victoria Parra, estudiante del Magister en Literatura de la UAH, reflexiona sobre el uso de lo testimonial en esta novela, y su impacto en el espacio público.
A lo largo de la historia, las mujeres y sus relatos han sido sistemáticamente excluidos de los registros oficiales. Esta exclusión puede atribuirse, en parte, a la estructura binaria de la modernidad, donde la posición femenina y los crímenes de género son relegados a lo considerado residual o minoritario, mientras que lo universal y central se asocia predominantemente con lo masculino (Segato 23). Sin embargo, en la actualidad, el movimiento feminista ha permitido visibilizar la violencia patriarcal en diversos ámbitos tanto sociales como culturales, incluyendo la literatura. En Latinoamérica, hay antecedentes notables, como el movimiento Ni Una Menos en Argentina, que aboga por el fin de los feminicidios, la lucha por la legalización del aborto y la marea verde, así como la impactante performance del colectivo feminista chileno Las Tesis, “Un violador en tu camino”. De este modo, tal como indica Chiani, la posibilidad de hablar de estos temas va de la mano con las luchas de los movimientos de mujeres: “Las metáforas, las imágenes y los nombres que sirvieron para contar los horrores de la Alemania nazi transmigran para decir la violencia sobre los cuerpos de las mujeres, eclipsando la distancia histórica” (200).
Sumado a lo anterior, en las últimas décadas el uso del testimonio en narrativas sobre la violencia ha sido estudiado ampliamente: “en particular tras sucesos como la Segunda Guerra Mundial, o en el caso de América Latina, tras las dictaduras en el Cono Sur. No obstante, en la actualidad formatos como los testimonios diferidos o las narrativas con giros testimoniales, entre otros, se han utilizado para replantear las tensiones entre literatura/política o ficción/testimonio, haciendo foco en la violencia de género” (Chiani 169). El testimonio y la primera persona es uno de los caminos que han tomado distintas autoras para romper el pacto de silencio patriarcal. Precisamente en el contexto latinoamericano es posible identificar, a partir de la segunda mitad del siglo XX, “la emergencia de una serie de testimonios que acompañan procesos de lucha y reconocimiento de derechos a grupos sociales históricamente marcados por las diferencias de raza, clase y/o género. Desde este punto de vista, el testimonio presupone una memoria política que busca recuperar experiencias silenciadas y denunciar la desigualdad y/o violencia de una determinada situación” (Cabrera 110). Esto ha generado un tipo de literatura que se legitima en contra de la noción del arte por el arte y por la “exhibición de la relación que mantiene con la realidad social, relación inherente a la actividad intelectual en sus diversas manifestaciones, y no así, necesariamente, a la actividad literaria. En el caso específico del testimonio, dicha relación se plantea como un haber estado allí” (García 378).
El invencible verano de Liliana puede ser percibido como una herramienta para demandar justicia, a través del género testimonial, pues Rivera Garza configura un relato coral que integra diversas voces, trascendiendo así su propia perspectiva. El testimonio desempeña una función análoga a su sentido más tradicional, como sugiere Ortiz (54): “potenciar el discurso contra la violencia, en este caso, machista”, al procurar exponer la voz de Liliana en primera persona. Al sumergirse en el universo de los archivos, la autora no solo desentraña la historia íntima de Liliana, sino que también despierta una conexión colectiva. A través de la recopilación de cartas, conversaciones y entrevistas con aquellos que rodearon a Liliana, emerge un tapiz que va más allá de una narrativa individual. Se revelan no solo los contornos de su vida, sino también los de una época, una comunidad y hasta una cultura. En este acto de rescate y reconstrucción, los archivos se convierten en puentes entre el pasado y el presente, entre lo personal y lo social. Así, la experiencia individual se transforma en un espejo en el que todos podemos vernos reflejados, invitándonos a reflexionar sobre nuestras propias vidas, relaciones e inquietudes dentro de un contexto más amplio y compartido.
La novela se divide en dos espacios temporales, el primero es la historia de Liliana, la hermana de la autora que fue víctima de feminicidio a los veinte años. Este relato es contado casi por ella misma, debido a que se muestran escritos, notas y cartas que su hermana guardaba como un archivo meticuloso de sí misma. El segundo espacio se sitúa en el año 2019, tres décadas después de este suceso, en donde Cristina toma la primera persona para hablar de su proceso y de la investigación en la que reconstruye los últimos años de Liliana. Así, este libro permite acompañar a Cristina Rivera Garza en un duelo personal, pero que a la vez se va diluyendo para dar cuenta del peligro que corremos todas las mujeres: “¿Quién en un mundo donde no existía la palabra feminicidio, las palabras terrorismo de pareja, podía decir lo que ahora digo sin la menor duda: la única diferencia entre mi hermana y yo es que yo nunca me topé con un asesino? La única diferencia entre ella y tú”. (Rivera Garza 42)
La obra literaria se convierte entonces en un testimonio vivo y relevante de la evolución de los movimientos feministas, capturando la complejidad de las luchas individuales y colectivas. La narradora se erige como una voz que desafía las estructuras patriarcales arraigadas, rompiendo con el mandato de silencio y proclamando su derecho a la justicia y la expresión. La intersección entre lo íntimo y lo colectivo resalta cómo la literatura puede ser un medio poderoso para la resistencia y la transformación social, no solo al visibilizar las experiencias individuales, sino al contribuir al discurso más amplio que impulsa el cambio social y cultural. En este contexto, la escritura se convierte en un acto de resistencia y empoderamiento, conectando la experiencia personal de la autora con un movimiento más amplio que busca desafiar y transformar las estructuras de poder arraigadas en la sociedad: “la autora/narradora se presenta desde el plano de lo íntimo como alguien que manifiesta públicamente su duelo y reclama justicia para su hermana, pero a la vez, se reconoce en el horizonte generacional de un colectivo de mujeres que deciden romper con el mandato de silencio y sumisión impuesto históricamente por el patriarcado” (Cabrera 112).
La autora se sitúa en un contexto de lucha feminista que sirve como marco para la creación de esta novela. Este contexto no solo define su momento de enunciación, al permitirle liberarse de la carga autoimpuesta por no haber actuado previamente, sino que también le proporciona el lenguaje necesario para expresarse y cuestionar las formas sistemáticas de violencia y hostigamiento que sufrió su hermana. En contraste, Liliana, en los años previos a su feminicidio, no tuvo acceso a esto: “A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes de esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se les llamó andaba en malos pasos. Se les llamó ¿para qué se viste así? […] Se le llamó, incluso, se lo merecía. La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena” (Rivera Garza 34).
Con esto, Rivera Garza nos habla de la gravedad que implica la falta de lenguaje, y decide relatar esta historia porque en el feminismo encuentra un horizonte de comprensión que le permite entender que el feminicidio es un delito (Cabrera 113), que su hermana no tuvo la culpa, que el Estado es el responsable por no garantizar una vida libre de violencia: “Busco justicia, dije finalmente. Y lo repetí otra vez, convirtiéndome en eco de tantas otras voces. Lo repetí una vez más, ahora con mayor firmeza, con absoluta claridad. El estado opresor es un macho violador. Busco justicia. Y la culpa no era de ella / ni dónde estaba / ni cómo se vestía. Busco justicia para mi hermana. El violador eres tú” (Rivera Garza 35).
Rivera Garza nos habla de la gravedad que implica la falta de lenguaje, y decide relatar esta historia porque en el feminismo encuentra un horizonte de comprensión que le permite entender que el feminicidio es un delito (Cabrera 113), que su hermana no tuvo la culpa, que el Estado es el responsable por no garantizar una vida libre de violencia
Victoria Parra
De acuerdo con Cabrera, este enfrentamiento no se limita a la esfera de lo social y lo político, sino que penetra en el ámbito epistémico, desafiando las estructuras de conocimiento establecidas. Más aún, sugiere que este activismo feminista actúa como un catalizador que presiona los confines del discurso, buscando crear un espacio de perceptibilidad vital para las experiencias que, de otro modo, estarían silenciadas: “La lucha histórica del feminismo se significa en el contexto de esta escritura como el marco político y epistémico a través del cual se presiona sobre los límites del lenguaje para habilitar una zona de audibilidad para aquellas experiencias destinadas al olvido” (Cabrera 113).
Sin embargo, esta historia no solo apela a un colectivo, sino que es escrita desde ese lugar. Cristina Rivera Garza se reúne con amigos de Liliana, compañeros de universidad, familiares, para construir en conjunto este relato. De esta forma, su proceso de escritura hace visible la participación de un colectivo, gesto de enormes implicancias teóricas y políticas. La misma autora, en su libro Los muertos indóciles (2013), afirma que el capital facilita y es facilitado a su vez por la noción de autoría genial y solitaria, es decir, desconectada del quehacer de la comunidad (97). Frente a esto, ella decide desapropiarse y desposeerse del dominio de lo propio, entendiendo el trabajo de escritura como una práctica del estar en-común (102). En el caso de Liliana, Cristina deja que ella hable y cuente su historia, por lo que podríamos afirmar entonces que la autora no escribe sobre una víctima de feminicidio sino con ella, creando “un espacio donde las mujeres toman la palabra y le dan la palabra a otras a través de procedimientos literarios marcados fuertemente por las emociones (Ortiz 57)”.
Esto se vincula, por otro lado, con la esencia de las necroescrituras que, según Rivera Garza, ponen en práctica una poética de la desapropiación, que a su vez permite evidenciar la apropiación autoral, pues “desentrañan la pluralidad que antecede lo individual en el proceso creativo” (100), mientras que su destino final serán siempre las asambleas de la lectura. El texto, que nació en comunalidad, debe regresar a su origen, donde suscitará diálogos, polémicas o debates que, “solo constituyen la continuación del libro por otros y en otros medios” (103).
Esta reflexión adquiere una dimensión significativa al contemplar las diversas manifestaciones sociales desencadenadas por la publicación de este libro, que se erige innegablemente como un hito para el movimiento feminista mexicano. En la marcha feminista del 2021, la periodista Daniela Rea acudió con un cartel que decía Justicia para Liliana, el hashtag creció rápidamente en redes sociales logrando acumular cientos de publicaciones. El año siguiente, se materializó un mural en memoria de Liliana en el Campus de la Unidad Azcapotzalco de la UAM. Podemos indicar que su impacto trascendió las fronteras de lo literario, marcando un punto de inflexión que reverbera en la conciencia colectiva. La movilización social generada no solo revela la potencia transformadora de la literatura, sino que también destaca su capacidad para desencadenar conversaciones críticas y movilizar a la sociedad en pos de la justicia. En este contexto, el poder de las palabras se manifiesta no solo como una fuerza estética, sino como un instrumento poderoso para exponer verdades ocultas y catalizar cambios tangibles.
Lo anteriormente mencionado no solo ilustra el impacto del libro, sino que también ejemplifica cómo la literatura puede convertirse en una herramienta de activismo, capaz de influir en la agenda pública y, en este caso particular, desenterrar la verdad perdida en el oscuro rincón de un expediente olvidado. Esto invita a una profunda reflexión sobre el papel crucial que desempeña la literatura en nuestra sociedad, no solo como medio de expresión artística, sino como un agente activo en la formación de conciencia social y en la búsqueda de verdad y justicia.
Bibliografía
- Cabrera, Federico. Feminicidio, feminismo y escritura testimonial. Revista De Ciencias Sociales y Humanas, n.º 20, septiembre de 2022, pp. 179-87.
- Chiani, Miriam. Imaginarios testimoniales en escritoras argentinas contemporáneas (Gabriela Cabezón Cámara, Selva Almada, Belén López Peiró). Altre Modernità, pp. 195-211.
- García, Victoria. Testimonio literario latinoamericano. Una reconsideración histórica del género. EXLIBRIS, n.º 1, 2012, pp. 371-389.
- Ortiz, Valentina. Narrativa testimonial, una forma de visibilizar la violencia de género: Chicas muertas de Selva Almada. Cartaphilus, n.º 20, pp. 52-67.
- Rivera Garza, Cristina. Dolerse. Textos de un país herido. Santiago: Ediciones Libros del Cardo, 2019.
- ____. El invencible verano de Liliana. Santiago: Penguin Random House, 2021.
- ____. Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación. Santiago: Los libros de la mujer rota, 2020.
- Segato, Rita. La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficante de sueños, 2016.