La obra de Jaime Saenz comprende una larga serie de libros que incluye, en poesía (si es que vale para ellos la distinción poesía/narrativa), El escalpelo (1955), Muerte por el tacto (1957), Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964), El frío (1967), Recorrer esta distancia (1973), Bruckner (1978), Las tinieblas (1978), Al pasar un cometa (1982), La noche (1984), y en narrativa, Felipe Delgado (1979), Imágenes paceñas (1980), Vidas y muertes (1984), Los cuartos (1985). Póstumamente se han editado, en narrativa, La piedra imán (1989), Los papeles de Narciso Lima-Achá (1991), Obras inéditas [ Carta de amor / Santiago de Machaca / El señor Balboa ] (1996), y en poesía, Café y mosquitero (2000). Sus libros, algunos inconseguibles incluso en La Paz, han recibido una atención casi nula en otros países del continente. En Chile, Editorial Intemperie publicó Recorrer esta distancia/Bruckner/Las tinieblas (1996), También se conocen dos traducciones al italiano, Percorrere questa distanza (2000) y Felipe Delgado (2001).
Conoce este hombre la vida del júbilo,
ha vivido el instante que dura la vida del júbilo,
ha sido la forma corpórea del júbilo aniquilador.
J. Saenz ( Bruckner )
El intento de decir algo sobre Jaime Saenz se encuentra irremediablemente con al menos dos dificultades intrínsecas al asunto. Por un lado, su escritura resulta inescindible de su ámbito de emergencia, tan extraño a nuestra mirada: Bolivia y su sufrida historia, la cultura aymara, y en, particular, la ciudad de la Paz y el interminable misterio de sus recovecos y personajes (Saenz incluso le dedica todo un libro de estampas fotográficas y literarias a la ciudad de La Paz, Imágenes paceñas ). Por otro, su escritura es en cuanto tal una problematización del propio decir, un cuestionamiento de sus posibilidades y límites: “Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada. (…) / Es terriblemente difícil y sin embargo muy fácil ser gente; / pero es lo difícil no decir nada” ( Recorrer esta distancia ). El primer escollo puede suspenderse, sin superarse, olvidándose de Bolivia y adentrándose en su literatura, dejando, en todo caso, que la fisonomía de Bolivia emerja en el propio gesto de su escritura. El segundo, como siempre que se cuestionan los límites del lenguaje como problema ético, sólo puede ser atendido cayendo una y otra vez en su aporía, esto es, diciendo (la imposibilidad de decir), y confiando en la certidumbre de nunca acertar. Planteadas estas módicas reservas, quizás pueda, entonces, aventurarse algo acerca de Jaime Saenz.
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La experiencia. Jaime Saenz (La Paz, Bolivia, 1921-1986) es, ante todo, una experiencia literaria. En sentido enfático. La experiencia en tanto que literatura, la literatura en tanto que experiencia. Experiencia que se literaturiza, que busca el terco palpitar de su núcleo lírico; experiencia que queda suspendida entre los extremos de la gravedad y el juego de la poética saenziana. Literatura como cristalización instantánea de una experiencia abismal, que condensa los residuos de una vivencia concreta, presentando su oscilación antitética; literatura que a su vez reclama una experiencia de lectura que rompe con los límites de lo literario. Por momentos nos sumerge en las profundidades de un destello de revelaciones, por momentos se detiene en el detalle de un reglamento de juego, o de las instrucciones y los pasos a seguir para “mirar las cosas del cielo” – una guía práctica:
Una noche de invierno, con cielo despejado y sin luna, te vas al Altiplano; sin hablar ni decir nada a nadie. Una vez en El Alto, avanzas unos diez, hasta quince kilómetros en el camino, en dirección al Huayna-Potosí, y luego, después de verificar si no hay luces a la vista, que aun en la distancia pudieran romper la milagrosa oscuridad que ahora te rodea, te apartas del camino y te internas poco a poco en el descampado, sin mirar arriba; y mirando por el contrario la tierra que pisas, habiendo avanzado con extrema lentitud por espacio de diez minutos más o menos, y habiéndose acostumbrado a la oscuridad tus ojos, te detienes, siempre sin mirar arriba.
Ahora el silencio es muy grande. Por vez primera en tu vida, percibes tu propia presencia. Estás solo. De pronto el resplandor del cosmos, que se cierne sobre tu cabeza, se hace perceptible y te permite mirar no ya la tierra que pisas, pero el planeta que habitas. En este momento deberás cerrar los ojos y tenderte muy despacio, con la cara al cielo y quedarte inmóvil. Siempre con los ojos cerrados; no lo olvides. Ahora eres sacerdote oficiando una ceremonia ritual. Esperas un tiempo; el tiempo circula en tus venas con un soplo de júbilo que te sobrecoge. Esperas aún; y luego abres los ojos. Es probable que sientas tus dedos arañando la tierra, en súbito arrebato de terror, buscando un asidero para no caer –para no caer al cielo.
Tamaña experiencia jamás se vivió. ( Vidas y muertes )
Es esta permeabilidad a la experiencia, a la que se recoge y a la que se invita, la que plantea en sus textos una situación de efectivo diálogo entre escritor y lector. Entre dos experiencias. Un progresivo movimiento yo-tú en el que el lector se ve permanentemente interpelado. La posibilidad de la transmisión de la experiencia es un presupuesto de su escritura, sea narrativa o poética. De allí que un cierto camino de iniciación y de aprendizaje esté sugerido en la lectura. Pedagogía ciertamente imposible, alojada en el centelleo paradójico de en un sutil antinomismo. Una sabiduría de la antinomia.
Sabiduría del vértigo especular en la que el horror por la desmesura del mundo se toca con el goce voluptuoso por la posible identificación con él. Júbilo es el nombre más pródigo para este vértigo. El júbilo, sin embargo, es algo que muy raramente se da. Exige un arduo ejercicio en las difíciles artes de la distancia. En esta propedéutica se demora la obra de Saenz. Casi podría hablarse de una ascesis, pero de una ascesis de la voluptuosidad, un camino de purificación que es una agudización de los sentidos. La mística en la cual una sensualidad sin límites abre a la experiencia del diálogo del hombre con el mundo, pero sobre todo del mundo con el hombre. Por eso la distancia no es sólo la que separa una cosa de otra sino aquella que desgarra cada cosa en su propio seno: lo otro irrumpiendo en el interior de lo mismo, y destituyendo su pretendida soberanía.
“Estoy separado de mí por la distancia en que yo me encuentro” ( Recorrer esta distancia ). Para recorrer esta paradójica distancia la poética saenziana nos reclama una relación de respeto con lo que nos rodea. Respeto que es la condición para la gozosa identificación con ello. Ascética del distanciamiento y deseo de aniquilación son un mismo aprendizaje. Aprendizaje en la experiencia antinómica de lo que es. De hecho, su obra se traza en la pausa entre dos experiencias límite, entre dos muertes , esto es, entre sus dos delirium tremens , en 1953 y 1954, y su segunda muerte, en 1986. El alcohol, entonces, fue su Virgilio en los círculos de su infierno, su oscuro camino de aprendizaje. Aprendizaje, precisamente, de la simetría entre esas dos muertes, de la distancia que las reúne separándolas, y de la exigencia de recorrerla en la fantasmagórica senda de desapropiación que va de la una a la otra.
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El humor. Pero debe insistirse en que la mística saenziana es siempre una mística pagana. Más que de ascesis, como ya lo insinuamos, deberíamos hablar de una excesis peculiar. Saenz tiene siempre lista una zancadilla para quien pretenda tomarse demasiado en serio sus acentos místicos: la zancadilla del humor. Y no se trata de una risa filosófica, sino sencillamente del buen humor, en todo caso, de una sonora carcajada rabelaiseana, capaz de disolver toda pompa. Saenz trabaja con la capacidad sorpresiva del chiste, a veces del absurdo, otras de la parodia, pero siempre guardándose de toda figura de la solemnidad:
Sin humor no hay nada; si alcanzamos a percibir ciertos sucedidos extremadamente sutiles, no será por nuestra capacidad de observación, pero sí por nuestro sentido del humor. (…) al camello le será más fácil pasar por el ojo de una aguja, que al hombre solemne alcanzar a comprender el júbilo. ( Vidas y muertes )
Saenz traza el gesto irreverente de tutearse con el misterio. La inesperada ocurrencia graciosa tiene más capacidad de revelar una verdad que el suntuoso revestimiento de una severa gravedad. El chiste muestra que la verdad circula en la superficialidad no vista, y no en las profundidades de un más allá. Los recurrentes destellos de intensidad en su escritura son siempre iluminaciones profanas , choque de superficies en un encuentro fugaz. El mundo mismo es el misterio, no su más allá. La mística saenziana, para ser tal, debe ser tomada cum grano salis .
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Los dobles y sus figuras. De este modo, tenemos el doble movimiento de, por una parte, el aparecer de lo familiar como extraño, y de allí el hundimiento en las profundidades inesperadas que nos rodean como las tinieblas a la luz, pero por otra, el insistente reaparecer de lo extraño como familiar, y de allí la irreverencia lúdica y humorística que disloca el lugar de lo sentencioso.
Por ello en el mundo de Saenz las cosas se encuentran emancipadas. El malestar que caracteriza nuestra relación con los objetos, atravesada por los minuciosos dispositivos de apropiación que los petrifica como mercancía, las cosas como objetos, la naturaleza como stock, ese malestar remite al temor a que de pronto esos objetos cobren vida. En Saenz ese temor se transmuta en el gozo de una relación emancipada con ese mundo de las cosas. Como en el mundo infantil, las cosas tienen vida, y la relación deseante con su secreto es la aniquilación que me revela su alma, allí “donde sólo existen las cosas por el ansia de aniquilar” ( Bruckner ). Como el niño que rompe el reloj para acceder a la revelación del hálito que lo anima, en Saenz los objetos muestran el secreto de su misterio en su estado ruinoso, en su desaparición o en su destrucción. Un cenicero viejo e insignificante puede transformarse en mensajero del demonio. Una pequeña lente puede ser el presagio de hechos sangrientos. En un saco astroso puede latir el alma viva de una ciudad. Como en la desopilante descripción del saco del aparapita, el legendario cargador de La Paz:
Delgado tenía ante sus ojos remiendos de todo tamaño y de toda forma; los había de las más variadas telas, pero sin embargo, el color era uno solo, pues la diversidad de los colores había sin duda experimentado innumerables mutaciones hasta adquirir el color del tiempo, que era uno solo. Felipe Delgado vio remiendos tan pequeños como una uña, y tan grandes como una mano; vio remiendos de cuero y de terciopelo, de tocuyo, de franela, de seda y de bayeta, de jerga y de paño, de goma, de diablofuerte, de cotense y de gamuza, de lona y de hule. Vio remiendos de forma circular y cuadrada, triangular y poligonal, algunos espléndidamente trazados, unos feos y otros bonitos, pero todos muy bien cosidos, y, desde luego, con los más diversos materiales: hilo, pita, cordel, cable eléctrico, guato de zapatos, alambre o tiras de cuero. En la extensión del campo visual, a una distancia de diez o quince centímetros, Delgado alcanzaría a contar una cosa de treinta remiendos como si nada. Con una mezcla de temor y de repulsión, miraba por momentos en este conjunto de remiendos un tejido vivo, y se imaginaba que éste debía ser sin duda el aspecto ofrecido por el cuerpo que se pudre en el sepulcro. ( Felipe Delgado )
La relación con el mundo de las cosas no está atravesada por la exigencia de la utilidad, pero tampoco por la desinteresada actitud de la contemplación. Los objetos son aquí promesas de una revelación de lo inasible y de lo inaparente, a condición de que muestren su ímpetu de caducidad.
A lo largo de los años, tus cosas y tus muebles se envejecen, y se desgastan insensiblemente.
Muchos objetos desaparecen o se rompen, mientras que otros corren una suerte misteriosa, cual si fueran seres humanos.
(…)
El estante alto y vertical, de palo de rosa, con una puerta y con pirograbados, que me regaló mi tía Esther, está en su lugar; y si algo me fascina, es el desgaste que ha sufrido.
Por lo demás, hay un mundo de cosas. ( La noche )
Pues en Saenz la animación de lo inanimado, la repentina familiaridad de lo más extraño, no da lugar al temor ante lo siniestro , sino, en todo caso, a la insistencia en lo siniestro como aprendizaje de la experiencia del júbilo. Acaso a ello se deba la reiterada presencia del motivo de los dobles , tan importante en las tensiones que inquietan a Felipe Delgado , la principal novela de Saenz. En tanto que ética de su poética (la exigencia de revelar la ajenidad inscripta en la plenitud del júbilo) y poética de su ética (el recurso a deslizamientos, paradojas, rumbos circulares, compenetración de lo dispar, gravedad y humor en una misma frase), e incluso como operador de la reciprocidad entre poesía y ética, podría decirse que el motivo de los dobles subtiende el itinerario de su escritura en cuanto tal. La duplicación de personajes ( Ramón / Ramona ), la animación de objetos, la presencia inquietante de muñecas, y quizás privilegiadamente, la recurrencia del espacio liminar de lo cadavérico como confín del jubiloso encuentro entre vida y muerte. Identificación por la ambigüedad diferenciadora del umbral, por la fuerza transfiguradora del confín. Lo cadavérico como reverso siniestro del cuerpo que somos, que en Saenz es el cuerpo del mundo. Allí nos sumerge en la experiencia desapropiadora de la identidad entre vida y muerte, en el espacio de tinieblas que en el cuerpo se anuncia, es decir, en el espacio del cadáver.
Es una línea circular, muy larga, ajena en absoluto a sí misma, que separa las tinieblas de las tinieblas.
En el anverso de la mano izquierda, se halla el espejo de la mano derecha.
La mano derecha se desliza y se pierde en su propia imagen. ( Las Tinieblas )
La insistencia en las construcciones especulares remite a un cara-a-cara primordial, que estructura el ritmo pendular de su poética: el abismo en que se miran la vida y la muerte. Entre ellas, el mundo, el universo como proliferación sufriente y gozosa.
Yo digo: es necesario pensar en el mundo – el interior del mundo me da en qué pensar. Soy oscuro.
No me interesa pensar en el mundo más allá de él; la luz es perturbadora, al igual que el vivir – tiene carácter transitorio.
Qué tendrá que ver el vivir con la vida; una cosa es el vivir, y la vida es otra cosa.
Vida y muerte son una y la misma cosa. ( Recorrer esta distancia )
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Los sentidos, el alcohol. La visión contemplativa tiene sin embargo un lugar preponderante en los juegos especulares de Saenz. Es el lugar de esa “urgencia de mirar claramente las cosas” que desencadena el largo itinerario de la búsqueda de Felipe Delgado , transitando, por el delirio y la locura, la distancia que propicia la mirada como experiencia del mundo. Pues más que de visión habría que hablar de mirada. Si la visión se ha afirmado en nuestra cultura en tanto que soberanía subjetiva ante la muda materialidad de lo que es, la mirada desata el juego de su propia dialéctica. Ella aún “puede percibir (…) el cansancio de las cosas” ( Recorrer esta distancia ). La mirada que se sumerge en el mundo es siempre la mirada del mundo que nos escruta. En Saenz los sentidos están al servicio de un juego perpetuo de transmutaciones alegóricas, presidido por el deslizamiento mayor entre los dos genitivos que se guardan en la mirada del mundo .
Lo que se mira es el mirar que se está mirando; y tal el mirar de los muertos, que consiste en el no mirar.
Es oscuro. ( Las tinieblas )
Pero si los sentidos son el lugar privilegiado de una ascética de la voluptuosidad, entonces la mirada aún muestra los límites del gesto demarcatorio de la visibilidad. Deudora del régimen de la luminosidad, no alcanza a ver el manto de tinieblas que hace posible la luz. De allí que la especularidad de la mirada quede imposibilitada para experienciar la circularidad mayor entre la claridad y la noche. Aguzar los sentidos nos lleva al submundo de los olores. El olfato, recluido tradicionalmente en lo grosero y rudimentario de una sensibilidad más animal que humana, es en Saenz el medio propicio de inopinadas revelaciones. De entre ellas, quizás, la más aguda de todas:
El olor, por otra parte, es un verdadero misterio;
y no estará demás recordar que tanto el nacimiento como la muerte, ocurren bajo el signo de peculiares cuanto atroces olores. ( La noche )
Bajo el signo de los olores podemos acceder a correspondencias inauditas. La terrible circularidad que ata el nacimiento a la muerte, el odio al amor por el mundo, las simetrías entre la verdad de una cosa y su destino de destrucción. Como el olor de los muebles viejos. Como los atroces olores de la morgue, a la que Saenz recurría con frecuencia, y recomendaba al lector como “la puerta siempre abierta” de acceso a la herida de lo real, en la que todo puede comunicar con todo.
Pero si podemos hablar de una escuela saenziana en sentido cabal, una experiencia en la que se concentra toda la parábola de los sentidos, que parte de la dialéctica de la mirada y su lejanía, y llega a la gozosa confusión de los olores, debemos hablar de la experiencia del alcohol. Extrañamiento radical que marca el ciclo de la oscuridad, el delirio y la soledad total, pero que alberga la promesa de comunicación con lo incomunicable: “es un mundo sin mundo por completo y para posesionarse de él será necesario no poder alcanzarlo” ( La noche ). Saenz promete una experiencia desmesurada, y resguarda su fulgor tras el oscuro cristal de su inaccesibilidad. Lo que se guarece en la noche del alcohol no es nada: “no hay absolutamente nada en el otro lado de la noche”; pero esta nada custodia su inapropiabilidad como el bien más precioso. La circularidad saenziana entre el yo y el tú, que parte del afán por la comunicación de la experiencia, llega, por la ruinosa vía del alcohol, a su tensión extrema en la circularidad entre el yo y el mundo.
Pues el mundo eres tú – experiencia espejada del Yo es otro .
La experiencia más dolorosa, más triste y aterradora que imaginarse pueda
es sin duda la experiencia del alcohol.
Y está al alcance de cualquier mortal.
Abre muchas puertas.
Es un verdadero camino de conocimiento, quizá el más humano, aunque peligroso en extremo.
Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de espanto y miseria,
que uno quisiera quedarse muerto allá.
(…)
A tu retorno, el mundo te mira con malos ojos;
eres un extraño, eres un intruso, y sientes en lo hondo que el mundo no quiere que lo contemples;
lo que quiere es que te vayas y desaparezcas – lo que quiere es que ya no estés aquí.
Y como al fin y al cabo el mundo eres tú,
imagínate, tendrás que tener mucha fuerza, mucha humildad, mucho gobierno,
para enfrentarte contigo mismo
– vale decir, con el mundo. ( La noche )
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El cuerpo. En el contexto profano del mundo saenziano, la noche del alcohol no sucede sino en el cuerpo. La noche es el cuerpo de la noche, que desata su vértigo ante la noche del cuerpo. Pues la noche es “un cuerpo perdido en la propia noche”. Para decirlo de una vez, el cuerpo es la morada circular de Jaime Saenz. En él chocan las tensiones de su siniestro teatro de dobles. Escenario privilegiado de ese teatro es la bodega , a la que acuden aparapitas y otros personajes misteriosos, entre los que se mezcla el destino de Felipe Delgado, a sacarse el cuerpo con aguardiente. La experiencia de los dobles necesita sostenerse en la circularidad del cuerpo saenziano. Del cuerpo y su reverso. El cuerpo es el “derrumbe en que se derrumba toda cosa” ( Bruckner ). El cuerpo marca el ritmo de caducidad de todo lo que es, abriendo la herida del mundo en la que comunican las criaturas. El cuerpo es el espacio de juego de la experiencia, esto es, el resguardo de lo inapropiable, y por ello, el cuerpo es el lugar de la destrucción. De la profanación de sus iluminaciones. El cuerpo es la fisura, el amor por el mundo. “Sacarse el cuerpo” ( Felipe Delgado ) es el gesto radical de una ética del derrumbamiento. Es la experiencia misma del júbilo aniquilador. La desaparición que sucede en el cuerpo de Felipe Delgado es la transfiguración de lo humano en inhumano, y la comunicación de lo inhumano con esta humanidad renovada. La fiesta alegórica de la familiaridad del hombre y su otro. Esa desaparición es la consumación de la escritura como experiencia. “Pues en términos absolutos, escribir era morir, y por lo tanto, para escribir había que morir” ( Vidas y muertes ). El atravesamiento de lo desmesurado reclama un cuerpo que no sólo se despide, sino que se convierte él mismo en despedida. El amor por el mundo se cumple en la ajenidad del cuerpo que te habita.
En los bordes de Occidente y del lenguaje, tal parece ser el inopinado destino de la escritura/lectura de Jaime Saenz:
No te duelas
–no te duela nada.
Nunca hubo tiempo; nunca ha sido nada; el humano todo lo tiene
–cosa grave es la esperanza.
Decir adiós y volverse adiós,
es lo que cabe.