Gracias a la poeta Soledad Fariña por compartir con nosotros estas palabras que persiguen verso a verso los posibles sentidos del reciente poemario «magnolios» (Overol, 2019), de Victoria Ramírez: «¿cómo unir estas imágenes, estos devaneos sobre la vida en su devenir? Hay una palabra que encierra –entre los humanos– la mayor de las incógnitas: justicia, ¿hay justicia? Sí, en el poema hay certeza de que la hay, pero en los árboles».
Podría iniciar mi reflexión diciendo que este libro de Victoria me sorprende, pero la verdad es que casi toda la poesía joven, especialmente de mujeres, últimamente me sorprende: nuevas formas, nuevas reflexiones o antiguas reflexiones desde otras vertientes. Pero lo que en magnolios especialmente me interpela es la delicadeza con que establece inéditas relaciones, preguntas antiguas que tampoco aquí tienen respuestas, en especial su apertura a un nuevo temblor, o sensibilidad, para aprehender el mundo, o más bien su mundo que aquí despliega en recuerdos.
El magnolio es una planta-arbusto-árbol de hojas gruesas, suaves, brillantes; la magnolia es una flor aromada, una flor extraña. Las cenizas evocan un incendio, algo se ha quemado: un hogar, un árbol, un cuerpo. Pero aquí no hay incendio. Algo se ha impregnado de cenizas, un hogar y hay que huir del hogar, el dilema es recordar u olvidar. Olvidar o volver a la casa antigua –de la madre– y verla desmembrada y húmeda. La casa-refugio se ha vuelto hostil, la madre, recordada en la humedad del río. Hermosas imágenes que encierran algo descarnado o, a lo menos, misterioso.
Los recuerdos son dispersos y no siguen una línea en el tiempo, llegan como se van, los magnolios son flores extranjeras y aquí están enhebradas a cenizas. Hay un niño muerto, tal vez el primogénito que todos lloran, muerte por ahogo, sofocación. Las cenizas venenosas vienen de un volcán y cubren casas, memoria. Pero no hay tributo aquí a “la memoria”.
Magnolios, incendio, cenizas, sofoco… y el agua ¿como salvación? ¿como nueva catástrofe? Pero es preciso recordar:
cantar en el idioma de los antepasados
tiene un propósito y un nombre
Aparece el nombre hueyusca, al pronunciarlo me parece escuchar: huye y busca, pero Hueyusca es el nombre de un poblado, significa cerro de oro y hay abejas en Hueyusca, pero estas huyen de la colmena. Hay un señuelo para traerlas de vuelta, hay un señuelo en Hueyusca para unir-desunir a la familia: recordar u olvidar. Y aquí, el poema prefiere recordar:
mi madre se ofusca
divide a las personas entre las que desean
y no desean recordar
dónde van las cenizas que flotan
cuando el aire espeso atraviesa
los resquicios de las familias
En Hueyusca parecen juntarse los deseos y los nombres: Pilmaiquén, Chirre, Trafún. Volver atrás, pensarse desde el agua:
si todos pudiéramos revertirnos
volver visibles nuestras grietas
correría el agua a través de nosotros
nuestras hendiduras impedirían mentir
O quedarse estática mirando el mundo desde un acuario. Pero aquí no hay quietud, hay mudanza, hay cambio, hay movimiento: pensar en movimiento al padre, un alud, un cuerpo enterrado, los cuerpos amados.
Los recuerdos saltan de imagen en imagen, recorren paisajes, rincones, objetos, eventos, dejando asomar en la entrelínea la vida como un tren de incógnitas sin formular:
me preguntas qué es un pensamiento
pensamiento e idea son cosas distintas para ti
apenas puedo distinguir bien y mal
si se hereda o se tiene especial cautela
como una cicatriz aplacada en generaciones
Los magnolios, árboles extraños, sirven para unir estos recuerdos en su extrañeza. Pero hay más, vuelve a estar presente fuego y su incidencia en los cuerpos: los quemados. Estos en una sala de hospital.
Aprendemos que hay quemados por descuido, y hay magnolios observados a través de la ventana que hacen olvidar el jardín, el fuego incide en la piel humana.
Los magnolios, los quemados por voluntad propia: ¿cómo unir estas imágenes, estos devaneos sobre la vida en su devenir? Hay una palabra que encierra –entre los humanos– la mayor de las incógnitas: justicia, ¿hay justicia? Sí, en el poema hay certeza de que la hay, pero en los árboles:
saber que hay justicia en que una flor salga de un árbol
que los árboles dan flores y semillas al mismo tiempo
y todo esto pensado desde una sala blanca. No hay respuesta explícita, la incógnita queda flotando: el dolor autoinfligido por voluntad propia:
en esa blancura triste como astillas de cuarzo
estalactitas en mi espina dorsal
y la mitad de los quemados por voluntad propia
Vuelvo al inicio, la sorpresa y la alegría de volver a encontrar preguntas, otras preguntas y otras formas, contaminadas aquí por otras aguas, otros ríos, otros nombres, pero también el guiño a lo antiguo y foráneo –los magnolios– asociados sutilmente al dolor, en este caso provocado por el protagonista que atraviesa el poema: el fuego.