Presentar un libro como Jeidi (2017, Libros del Laurel) supone un reto similar a presentar una novela detectivesca: si la audiencia no la ha leído (como naturalmente cabe esperar), todo lo que se diga podría ser contraproducente. Decir demasiado – o sólo un poco – sobre la trama, si es el caso, puede atentar contra la curiosidad del lector por conocer el desenlace; lo mismo ahondar en la sicología de un determinado personaje. Conozco lectores de literatura policial que no leen ni la contratapa de los libros. Les gusta comenzar a leer en blanco.
Jeidi no es una novela de detectives, pero hay una cierta linealidad ascendente en su trama que la emparenta. Para ser más exactos, cabría hablar de una suerte de micro-thriller campesino, con una pizca de cuento de hadas y no poco de fábula kafkiana: una sola historia, relativamente sencilla, sin sub-tramas y con un único eje: la protagonista y sus peripecias. Es también el retrato de un pueblo, Villa Prat –uno de miles. Lugar y fecha: Región del Maule, 1986.
Hay un narrador o una narradora ultra presente; pero está presente sólo por el hecho de contar la historia de Jeidi, una niña bondadosa y no demasiado lista (algo que da totalmente lo mismo, dicho sea de paso). El narrador o la narradora a veces habla como si viniera del campo, a veces con jerga de patrona. Lo sabe todo (está al tanto del pasado, conoce lo que piensan lo personajes), pero también comenta, opina y especula. La historia es simple, pero el acceso que tenemos a ella, los anteojos para ver ese mundo, son singularmente complejos. Alguien dirá que esa voz es la de la escritora Isabel Bustos (a quien felicito por este libro lleno de picardía y sabiduría), pero yo me imagino que es más bien la escritora Isabel Bustos jugando frente a la pantalla de su computador, riéndose de las cosas que va escribiendo, en fin, gozando mientras avanza con su invención. Planteo aquí una pregunta, que no espero que ella nos conteste: cuando vamos en la página 60, por ejemplo, ¿ella sabía lo mismo que el lector? Estos anteojos no es que se noten: lo que ocurre es que uno nunca los deja de ver, como si se tratara de una cascada de palabras. En ningún caso es un defecto del estilo; es un característica.
Jeidi es una novela chilenísima (prima lejana de Palomita blanca), ochentera a su modo, con vocación de clásico y bastante peloláis. Peloláis en el siguiente sentido: hay un horror visceral a cualquier forma de siutiquerío y es relativamente fácil rastrear un evidente placer por usar expresiones verbales socialmente identificables: “Ir a médico”, “lo sacó de la ropa americana”, “éntrate a la casa, te dicen”. A un perro llamado Vladimir se le dice Vladi a secas: el Vladi. Entiendo que esto se da en Chile y también en Inglaterra, y no por ejemplo en Argentina y España, donde las clases altas tienen un humor verbal de otra naturaleza. (Algunas amigas mías pueden hablar así, como quien sintoniza una radio, y no es infrecuente que compitan entre ellas exhibiendo sus hallazgos: “¿Se ha portado bien el varoncito?”, “andai con buen semblante caura”, “ya, colócate la chaleca”, “¿te vai a sosegarte, o no?”)
Nada de esto lleva a una parodia; está todo demasiado vivo para ser una parodia. Además la parodia implica algún tipo de distancia irónica. Tampoco es una novela que surja de una investigación, como esas que escriben ciertos autores que se van a vivir por un año a un hospital para contar una historia de cirujanos y enfermeras. Se habla con cariño de un mundo que se conoce bien. Ese cariño no excluye la acidez, ni el cahuineo, ni la casi permanente guiñada de ojos al lector. En suma, estamos ante una escritora obviamente inteligente que está recién empezando (por fortuna no a los veintipocos, época en que abundan esos pecados literarios que más tardes se bautizan como pecados de juventud).
Dos comentarios marginales. (i) Supongo que a esta novela le irá muy bien, merecidamente. Por muy bien entiendo no tanto un eco en los medios sino llegar a aquellos lectores a los que debe llegar. En una de esas hasta se pone de moda, para bien o para mal. Como sea, sospecho que será casi imposible de traducir, salvo que el resultado sea una cosa deslavada, sin gracia. (ii) Produce alguna curiosidad imaginar cómo reaccionará ante su aparición el así denominado periodismo cultural –tan dado a la sociología literaria, tan impresionable ante la proyección internacional de un cierto escritor, etc.–, imaginar, decía, cómo reaccionará sobre todo en lo que concierne a esto que he llamado –a falta de una palabra mejor– lo peloláis. En la categoría de periodismo cultural deben incluirse por supuesto el reseñismo de sandías caladas y los críticos literarios que no siempre consiguen camuflar su mala leche y los hervores de la lucha de clases.
No faltarán los despistados que piensen que Jeidi se trata de una burla de la pobreza rural en clave folclórica, cuando en realidad se trata de una refrescante fiesta del habla chilena de notable factura.
Presentación leída el 4 de agosto del 2017 en el MAVI