En una obsesión que he tenido en este último tiempo por la utopía/distopía, casi todas las obras o películas de ciencia ficción que leo/veo, las asocio a esta dualidad. Es que los mundos perfectos siempre son pesimistas, y en su perfección a menudo hay algo corrupto y oculto a los ojos de los ciudadanos, pero ¿qué sucede cuando en un ambiente apocalíptico –distópico– surge una utopía? Me interesa la idea de que las utopías sean pesimistas porque hay algo en ellas que controla el caos de los sistemas dinámicos, y en ese control nace una sociedad perfecta, que al fin y al cabo es sólo una ilusión porque en la verdad más profunda hay maquinaciones –drogas para controlar a la población, mentiras que se transforman en el discurso oficial-, las cuales siempre salen a la luz y destruyen la utopía. No obstante en la novela Una escena apocalíptica (Concepción: ediciones C&M, 2016, 103 páginas) de César Valdebenito la ecuación se invierte. Se nos presenta un Santiago en el año 5677, donde 3.500 familias viven en los 1722 pisos del edificio Millenium, estructura que resistió a las alteraciones del clima, a las partículas radioactivas y las nubes de azufre. De modo que pareciera ser que los nosotros del futuro dejaron que el mundo se destruyera, sin ninguna intención de mejorarlo o controlarlo, y que sobrevivieron gracias a la suerte de que una estructura no colapsara ante el cambio climático.
Dentro de este Chile distópico Félix y Elena mantienen una conversación telefónica, en la cual hablan sobre diversos temas hasta llegar a la práctica sexual. Mientras se excitan el uno al otro, la conversación va revelando lo que Félix está viendo: “Ahora contemplaba por el ventanal izquierdo y hacia el oeste, junto al humo del hangar que se quemaba, divisó las aspas herrumbradas que se sucedían sobre extensiones desiertas. Más allá estaba el esqueleto de una refinería. Las nubes radioactivas ahora avanzaban lentas. Estaba excitado y también displicente, distraído y enigmático. Reprimió una lágrima.” (40)
El sexo termina transformándose en la última frontera humana que va quedando. No sólo se está destruyendo el mundo, sino que las relaciones personales también sucumbieron en este inminente apocalipsis, están todos bajo un mismo techo en una actitud fría hacia la moral y la integridad, en una sociedad en la que diversos vicios humanos se fueron naturalizando. No impresionan el incesto, la infidelidad, la zoofilia, el suicidio ni la muerte ajena, Félix ante estos temas responde, a lo largo de toda la novela, con un: es absolutamente normal (41). De modo que la obra, al igual que lo ha hecho la mayoría de la ciencia ficción, advierte del peligro de lo que estamos construyendo en el presente. Esto no es ninguna novedad en el género, que critica nuestra actualidad a través de imaginaciones apocalípticas de un porvenir sin mucho de optimismo y con todo el pesimismo que caracteriza nuestras peores pesadillas. Para el lector de ciencia ficción (o para alguien que ve muchas películas del género) “el futuro –como dice el maestro Yoda- siempre en movimiento está”, es decir, hay incontables novelas que tratan de lo mismo y habrá muchas más, porque esa es nuestra naturaleza, jugar a predecir lo que pasará con los datos que tenemos a nuestra disposición, y los datos que tenemos ahora mismo a nuestro alcance son la virtualidad, el individualismo y la soledad, junto con el problema de la desconfianza de las instituciones: si bien ahora nos espanta la pedofilia en la Iglesia Católica en los años cinco mil –según la novela- se transformará en “una especie de filosofía” (68). Félix y Elena nos presentan nuestro futuro sin ningún tipo de filtro. No se intenta esconder nada, y en un determinismo tan sincero que llega a ser terrible nos dice prácticamente que ya hemos llegado a ese porvenir.
El escape está en el sexo, pero esa es precisamente la ilusión utópica que mantiene algo oculto entre sus intenciones. Félix hace feliz a Elena excitándola, él tiene o cree tener el control de la humanidad, la de ella y la de todas las mujeres, ya que él es casi un experto en sexo, él mismo dice que es una ciencia, cuya técnica no involucra el amor, pero sí la ilusión de libertad, y Félix pareciera saber este secreto: se rinde ante la destrucción, mientras que Elena aún tiene esperanzas. Ella le dice: “Aunque suene muy mal, la vida es muy complicada. Afuera de este rascacielos sólo ronda el vacío, la muerte, el dolor, el infierno”, a lo que Félix responde: “No suena mal. ¿Eso incluye sexo?” (31-32). Digo esperanzas porque mientras haya un sentimiento, por muy pesimista que sea, la humanidad seguirá moviéndose. Elena posee pasión y esperanza en el orgasmo, pero este no perdura en la frialdad de la distopía, porque la intimidad por teléfono o en otras plataformas virtuales es sólo apariencia, un poco de felicidad, de placebo para un mundo agónico condenado al fracaso.
Una escena apocalíptica acepta el mundo tal como está en este momento, es una obra con una moralina encubierta, ya que, desde el pesimismo planteado provoca que los lectores reflexionemos si lo que representa la novela está alejado -o no- de nuestro presente. Permite que nos cuestionemos sobre nuestras relaciones íntimas cada vez más virtuales y nuestra soledad suplida por redes sociales, e incluso sobre la disminución de nuestra capacidad de espanto con respecto a temas como la corrupción, la soledad y las masacres, por nombrar algunos. Contada de una forma dinámica y entretenida, la obra hace que sea posible leerla en el metro desde estación Los Héroes de la línea 1 hasta Macul de la línea 4. Es un librito, que si bien es pequeño (mide 10, 1cm. de ancho por 10 cm. de largo) nos deja con un gusto amargo por nuestro futuro, pero alegres por no haber llegado a él, aunque aquello también es una ilusión, ya que el futuro que describe la novela podría representarnos a nosotros mismos protagonizando nuestras propias escenas apocalípticas.