Todo lector sabrá que cada uno de sus ejercicios de lectura es inevitablemente un ejercicio de distorsión: a medida de que los conceptos e imágenes del texto se suceden, un mundo paralelo, reflejo del primero, va desencadenándose al interior de quien los descifra. Por más que se pretenda fidelidad en la tarea, siempre quedará la posibilidad de haber alterado y hasta invertido el mundo que se articulaba en lo leído.
Semejante cuestión ocurre con la escritura, que no es en sí la realidad de la que se da cuenta, sino otra forma de existencia de la misma.
Dado que ni el mapa es el territorio, ni la cartografía trazada es el mundo geográfico que el lector construye en su cabeza, podría decirse que todo libro es un espejismo de la realidad y, toda lectura, un espejismo de ese libro.
Escribo esto pensando en A través del espejismo (fragmentos de Chile), de Luis Andrés Figueroa (San Felipe, 1960), que Ediciones Altazor presenta dentro de su “Serie Crónica”. Esta publicación sucede al breve libro de poemas presentado en 2008 bajo el título Una forma de huella en la arena, y aparece una década después de Al país de Poe, donde Figueroa reunió crónicas escritas a propósito de sus viajes dentro de los Estados Unidos.
A través del espejismo (fragmentos de Chile) es, como toda cartografía, una ilusión. En primer lugar, porque se enmarca en una colección dedicada al género cronístico, y lo que se puede hallar a lo largo de sus páginas no es precisamente un registro de episodios de la vida cotidiana, sino jirones apenas de una realidad que el tiempo o la distancia han desgarrado. Figueroa no merodea los espacios sociales de los que estaría dando cuenta, articulando sus discursos desde esa óptica paseante, sino que se cuela derechamente en ellos por cualquiera de sus intersticios y, como si fuese un curioso perfumista, extrae de ahí la esencia del aroma, y no el aroma mismo. Lo suyo es más una fotografía que una película documental, un poema antes que un relato.
El libro se divide en ocho secciones. En la primera de ellas aparecen breves destellos de la infancia; en las siguientes tres, evocaciones de paisajes del norte, centro y sur de Chile, respectivamente. Es decir, antes de comenzar el viaje que lo llevará a los distintos imaginarios de nuestro país, Figueroa acude al recuerdo para apertrecharse de lo que será necesario en el periplo. Antes que un viaje a los espacios contiguos, emprenderá un viaje en el tiempo interior. No en vano el primer texto del libro, titulado “Adobe”, está dedicado a esa mezcla de barro y paja de la que tal vez estuvo construida la vivienda que el autor habitó en su niñez sanfelipeña. “El adobe instala la casa firme” (p. 21), nos dice.
El gesto no es menor, si consideramos que ya desde el título Figueroa evoca los mundos de Alicia en el país de las maravillas y de A través del espejo, libros que Lewis Carroll publicara en 1865 y 1871, respectivamente. Esto, porque en ambas narraciones, el escritor británico comienza la historia con la presencia de la pequeña Alicia en su propio hogar. Antes del viaje vertical o del acceso a la Casa del Espejo, Alicia habitará lo más íntimo y familiar que tiene. Por eso Figueroa abre su libro recreando el gesto constructivo: porque para desplazarse a lo largo de un camino, se requiere un punto de origen, y ése es la casa de la infancia, la infancia misma.
Sin embargo, a diferencia de los relatos de Carroll, donde la madriguera bajo el seto o el espejo sobre la chimenea fueron puertas de acceso para que una sensata niña victoriana ingresase al mundo del absurdo –como si una caída o un cristal subvirtieran la realidad de la que provenía–, Figueroa nos mueve de un lado a otro, confundiéndonos el punto de partida y el sitio de llegada. A través del espejismo (fragmentos de Chile) es también un instrumento de subversión, pero no sólo desde el mundo de la sensatez al mundo de lo onírico, sino a ratos a la inversa. Por momentos, Figueroa trae la absurda y a veces dolorosa realidad de Chile a una prosa equilibrada y serena que reordena las fichas del tablero, retrotrayendo las jugadas y brindándonos la oportunidad de mover las piezas de un modo diferente, como si a través de su escritura se pudiera configurar un país distinto.
Y aquí yace justamente la segunda ilusión del mapa que Figueroa nos traza: que el reflejo de un reflejo puede ser tanto una copia exacta del primero de los modelos, como un tercero diferente a sus antecesores. ¿Cuánta distancia existe entre los verdaderos jacarandaes y álamos, y aquellos que figuran en los textos de las páginas 85 y 93, respectivamente, así como entre éstos y los que aparecen en la cabeza del lector? ¿Cómo saber si acaso la distorsión de las distorsiones no nos hace imaginar un jacarandá y un álamo tan parecido al original, que al final de cuentas los fragmentos de Chile sean, no aquellos que el autor perfila en su libro, sino aquellos que suscita en sus lectores? Figueroa como un ilusionista, como ese alquimista que a sabiendas reinventa los aromas capturados en cada uno de los paisajes que visita, trastocándolos con la escritura y permitiéndonos así imaginar fragancias nuevas.
Si las secciones segunda a cuarta retratan sendos instantes de las zonas norte, centro y sur de nuestro país, en las siguientes dos, Figueroa nos muestra el negativo de esa carta geográfica. Los espacios reaparecen, pero desde un lugar distinto. El norte es visto ahora desde su proyección en “el cosmos silencioso” (p. 105), mientras que el centro (y el centro de ese centro, que es Santiago) se nos aparece desde “un metro bajo tierra” (p.114). El juego de los opuestos ya estaba anunciado de algún modo desde el comienzo, cuando el texto “Las Pléyades” (p. 25) nos dice “un puñado de semillas en la tierra oscura de la noche”. El autor invierte una vez más el gesto de Carroll: si el británico comenzó las aventuras de Alicia contándonos de su viaje vertical (a través de la caída por la madriguera), y terminó narrándonos su viaje horizontal (a través del paso por el espejo), Figueroa en cambio empieza por movernos de un lado al otro, para hacernos mirar luego esos mismos movimientos desde arriba y desde abajo.
La séptima sección –penúltima del libro– concentra una serie de evocaciones de Valparaíso; y la última, en tanto, vuelve sobre aspectos de la niñez. Como se ve, el puerto es el punto de fuga al periplo que Figueroa traza en este mapa. Tras ese último zarpe se regresará al lugar donde comenzó todo: la infancia, como si el recuerdo fuera el principio y el fin de cualquier desplazamiento. Todos esos bosquejos del norte, centro y sur de Chile, se suben a un barco imaginario y parten hacia el único destino posible: la memoria.
Los viajes de Alicia fueron un sueño entre dos vigilias; los de Figueroa, en cambio, una vigilia entre dos sueños.
LUIS ANDRÉS FIGUEROA (San Felipe, 1960), es autor de los libros de poesía Velas en el agua (1992), Los Secretos (1996), Faros (2004) y Una forma de huella en la arena (2008). Ha publicado Al país de Poe, crónicas de viaje por Estados Unidos (2003); coautor del libro El Quiltro, compilación del periódico del movimiento estudiantil de Valparaíso en la década de los ochenta (2005); Café Invierno. Conversaciones con Ennio Moltedo (2007); y Playground, prosa poética en coautoría con el fotógrafo Marc Cito (2014).