Por tercer año consecutivo el Centro de documentación artes visuales del Centro Cultural La Moneda, publica los ensayos ganadores del concurso que organiza y que ha buscado visibilizar escrituras más bien emergentes sobre las artes visuales en Chile, específicamente sobre el periodo comprendido entre 1970 y 1980. Llegados a este punto, en el que simultáneamente se trabaja en la publicación del cuarto volumen y se abre la convocatoria para su quinta versión (con un esperado “corrimiento” hacia la década de los ’90), puede decirse que, gracias a su continuidad y sistematicidad, esta instancia extrauniversitaria se ha convertido en un importante espacio para la discusión, reflexión y escritura sobre arte en Chile; consolidándose, cada año más, como uno de los sitiales más notorios de producción y circulación del conocimiento en esta área.
El concurso ha tenido como único pie forzado el trabajo con fuentes documentales que el propio Centro de documentación ha procurado, a lo largo de su existencia (desde 2006), reunir, organizar y difundir. Esta faena documental ha sido asumida por los autores/investigadores de manera muy diversa, lo que se refleja en las respuestas suscitadas por las distintas convocatorias, que remiten a un amplio espectro disciplinar. Ésta ha sido, entre otras, una de las principales riquezas de la iniciativa que ha encabezado la coordinadora del CeDoc Soledad García Saavedra, puesto que desde la multiplicidad de miradas que ofrecen áreas como la historia del arte, la teoría, la filosofía, la crítica cultural y los estudios culturales se han abierto preguntas de diversa clase y por tanto, búsquedas metodológicas novedosas con un enorme potencial de retroalimentación. Todo ello va generando una vital complejización del campo quizás inédita en Chile hasta ahora.
Otro rasgo interesante de precisar es la cualidad del acervo documental que las propias investigaciones van levantando. La labor investigativa ha promovido en los últimos años un interés generalizado por la excavación y exhumación de documentos del periodo, poniendo el foco no sólo en las agrupaciones que han resonado por su carácter experimental y anómalo (me refiero puntualmente a las producidas por algunos miembros de la escena de avanzada, donde se ensayan cruces entre obra y registro, entre producción artística, teórica y crítica), sino más bien en otro tipo de fuentes quizás más “tradicionales” como revistas, periódicos, fotografías, catálogos y archivos históricos de museos, que han aportado valiosa información. Todo lo anterior ha contribuido a matizar este valioso acervo y a multiplicar las posibilidades de vínculos y mutuas iluminaciones entre las piezas de esta cada vez más amplia “constelación” documental (el término es de Foucault). Es de este modo que los autores y autoras no sólo han estudiado los materiales que resguarda el CeDoc, sino que han sabido ampliar sus horizontes investigativos al recurrir a colecciones institucionales y personales y a los archivos privados de los artistas; reflejándose aquello en un necesario “despercudimiento” discursivo.
En la tercera publicación puede constatarse, una vez más, lo que hasta aquí se ha planteado. Los ensayos de esta versión –que por primera vez incluye cuatro textos y, además, fotografías en colores de obras y registros—pueden abordarse desde dos ejes: uno cuya fortaleza es el riguroso trabajo de búsqueda, recuperación e interpretación de documentos (es el caso de “Reconstruir e itinerar. Hacia una escena institucional del arte en dictadura militar” de Katherine Ávalos y Lucy Quezada) y otro que pone el foco en la interpretación de la obra de arte, en su carácter medial, estético e iconográfico, (como ocurre en “La piel de las cosas: mutaciones epidérmicas en la pintura de Roser Bru” de Sophie Halart). Por su parte, el texto de Marcela Ilabaca “Las políticas de emplazamiento en la obra de Carlos Ortúzar” se desliza entre ambas intenciones, lo mismo que “La cita bíblica: iconoclasmo y sacralidad en la estética de la «avanzada»” de Mara Polgovsky, quien, aunque con una entrada metodológica distinta, muestra el valor de las fuentes, en tanto obras de arte y materiales documentales, proponiendo una lectura alterna a raíz justamente de ese cruce.
En su mayoría, estos ensayos se comprometen además con discursos teóricos que contribuyen a robustecer y matizar las interpretaciones críticas e históricas y el trabajo con fuentes primarias. Esta triangulación de materiales conceptuales, críticos y documentales es, sin duda, una fortaleza de las escrituras que componen este libro. Por otra parte, es novedad en este tercer volumen que dos de las autoras hayan nacido, residan y se desenvuelvan académicamente en el extranjero, lo que es un aporte para el campo local en la medida en que se esclarece la cualidad de los problemas que plantea el arte contemporáneo chileno en otros escenarios y, por ende, contribuye a pensar las perspectivas desde las que se han inscrito la producción y las discursividades locales en circuitos internacionales (en academias, centros de estudio, archivos y museos). A la vez, esto da cuenta de los alcances que ha tenido el proceso de digitalización de buena parte de la colección histórica del CeDoc, lo que ha provisto a los usuarios de acceso remoto a una diversidad de materiales bibliográficos y documentales.
Como en versiones anteriores, las autoras que aquí publican no se han planteado la novedad por la novedad sino más bien la relevancia de las preguntas que guían sus investigaciones; por ello, en algunos casos, se han realizado revisiones o relecturas de temas o problemas ya instalados. Es la operación que explícitamente efectúa Mara Polgovsky –y que pautea su itinerario— escarbando hábilmente en las fisuras del entramado crítico que “escolta” las obras de la avanzada (el término es de Ana María Risco), y que de cierto modo también lleva a cabo Marcela Ilabaca, cuyo estudio es antecedido por el libro Carlos Ortúzar. Presencia y geometría (Metales Pesados, 2010) de Carlos Navarrete. Este tipo de revisiones resultan necesarias para el campo sobre todo porque ponen de relieve la provisionalidad de las conclusiones, la parcialidad de los puntos de vista y la negativa a clausurar temas y a la univocidad de las lecturas, algo que en cierto momento pareció olvidado.
Además, las autoras de este tercer libro se hacen cargo, finalmente, de algunos temas que han rondado el campo de la historia del arte en nuestro país desde hace algunos años: este es el caso puntualmente de “Reconstruir e itinerar”, que entrega una primera aproximación a lo que fue el arte oficial en dictadura y, el de “La piel de las cosas” que revisa, desde la producción y la figura particular de Roser Bru, el estatuto de un medio visual altamente controversial durante los 70 y buena parte de los 80, me refiero obviamente a la pintura.
El libro abre con el ensayo de Ávalos y Quezada, quienes sientan las bases para comprender el papel que jugó el arte en el programa político de la dictadura militar. El texto esboza los rudimentos del circuito oficial e institucional, aludiendo no sólo a las estrategias de difusión a las que se echó mano (principalmente las muestras itinerantes por el país), sino también mapeando a los agentes que participaron en él (críticos, historiadores y artistas), a las publicaciones, a las exposiciones y remates que tuvieron lugar sobre todo en la década del 70, tras el golpe cívico militar. Así, el texto da cuenta de cómo el arte y la cultura habrían sido parte fundamental del engranaje político del régimen, convirtiéndose en portavoces privilegiados del discurso de reconstrucción y unidad nacional. De ese modo, se desprende que la política cultural de la dictadura no sólo buscaba homogeneizar el gusto estético del país (poniendo el valor principalmente en el medio pictórico, en el “realismo”, el paisaje y lo alusivo a los héroes nacionales), sino que consideraba cualquier desvío de ese modelo como una traición a la patria.
Como bien propone el ensayo, la escena institucional del arte bajo la dictadura se ocupó de generar un fuerte discurso mediático aglutinador –el que las autoras logran reconfigurar gracias a una minuciosa búsqueda de material de prensa—, que abogaba por el rescate y reposicionamiento de una “tradición” nacional del arte, tras el cataclismo cultural propiciado por el gobierno popular. Este discurso se edificó gracias a la visibilidad que le otorgó la prensa, pero también por medio de una política de difusión editorial que pretendía educar el gusto a través de una serie de diapo-libros sobre historia del arte chileno, publicados por el Departamento de Extensión Cultural del MINEDUC. Además, el texto avanza en el reconocimiento de los agentes que pusieron sus voces al servicio de este discurso oficial, entre ellos los críticos de arte Víctor Carvacho y Enrique Solanich.
El ensayo va desenmascarando hábilmente los procedimientos de este aparataje discursivo que instrumentaliza el arte y la cultura con finalidades ideológicas que sobrepasan ampliamente el campo del arte: exposiciones itinerantes, material pedagógico, una historia del arte oficial, comunicados y notas de prensa, crítica en medios, etc. En este sentido, la investigación de Ávalos y Quezada resulta bastante completa y rigurosa y es, sin duda, un antecedente claro para quien pretenda inmiscuirse en estos temas. Se trata, sin embargo, de un ensayo donde en ocasiones predomina un tono descriptivo y en el que se extraña una mayor problematización de los tópicos que aborda. En definitiva, un texto cuya mayor contribución es fundar los cimientos para abrir interrogantes sobre un tema nebuloso hasta ahora.
Por su parte, Marcela Ilabaca reflexiona sobre un ámbito un tanto relegado por los discursos del arte en Chile, como es la escultura contemporánea. Se valora el gesto de la autora de reposicionar este tema, especialmente por abordarlo desde la particular mirada de un artista como Carlos Ortúzar, quien, durante los 70 y los 80, propició en Chile gravitantes y sugestivas transformaciones conceptuales, materiales y productivas al lenguaje escultórico. El texto ahonda en su novedosa concepción de este medio visual –y del arte en términos generales—como un terreno de experimentación donde confluyen variables técnicas, estéticas, políticas y sociales.
Ilabaca recurre al ya conocido texto de Rosalind Krauss “La escultura en el campo expandido” para leer ciertas aristas de la producción de Ortúzar que tienen que ver con su acercamiento a tendencias formalistas, minimalistas y particularmente, al desborde disciplinar del medio escultórico y la expansión crítica de sus límites tradicionales. Aunque quizás la tarea de resituar y demostrar la pertinencia de referentes foráneos en el contexto local amaina en algunos pasajes del escrito, estos antecedentes fructifican en la propuesta conceptual de Ilabaca sobre la noción de emplazamiento, desde la cual se piensan las operaciones constitutivas del trabajo artístico de Ortúzar.
Es justamente una de las aristas más importantes de su práctica la que acá se releva, la vinculación del arte escultórico con el medio, no sólo en referencia al espacio físico de emplazamiento, sino ante todo, a su talante público. El texto muestra cómo Ortúzar asumía el arte, y específicamente la escultura, como una práctica imbuida en un contexto técnico/material, pero sobre todo social, de producción. Sus reflexiones tuvieron que ver con propuestas experimentales donde el espectador era un factor central, a lo que se sumaba el papel del entorno cotidiano y una temporalidad anclada en la realidad, que rompía con “la atemporalidad convencional de una obra de arte” (122). Particularmente notable es la lectura que plantea Ilabaca sobre la obra en conmemoración a René Schneider como una desarticulación de la tradicional concepción estética y política del monumento público en Chile y, la rememoración de la historia y el rescate del material fotográfico sobre el proceso de producción del mural Paso bajo nivel Santa Lucía.
Un matiz distinto al trabajo documental es el que propone Halart en su texto sobre Roser Bru y el uso de la piel en la representación pictórica de la figura femenina. En el ensayo la autora discute sobre el lugar de la pintura en el circuito no institucional del arte de los 80, donde cierta producción discursiva se ocupó programáticamente de negarle a este medio cualquier atisbo de potencial crítico. Para la autora es justamente la pintura de esta artista –por su “versatilidad plástica” (59)— la que tuvo la capacidad de reaccionar de forma “inmediata” a la crisis histórica, política y social que vivió Chile desde 1973. Halart revisa tres obras de Bru y, a través de un cuidadoso análisis conceptual, formal e iconográfico en torno al tema de la piel, aborda dos aristas de esa coyuntura que se refieren a la opresión ejercida sobre los cuerpos: por un lado, la imposición ideológica y moral –por parte del gobierno militar—del papel que la mujer debía desempeñar en la sociedad chilena (relegada a la función doméstico-reproductiva) y por otra, la desaparición de los cuerpos por el ejercicio del terrorismo de estado. La férrea oposición de Bru frente a esta realidad se inscribe vívidamente en su obra, la cual adquiere connotaciones políticas pero a la vez, personales y testimoniales. Es en ese sentido que la pintura encarnaría un doble estatuto, como imagen artística y como documento, y es precisamente la fluctuación y la porosidad “epidérmica” entre ambas dimensiones, lo que la lectura de Halart invitaría a pensar (quizás una de las cuestiones más sugerentes del trabajo con documentos en las artes visuales).
El texto aporta con una mirada de género novedosa para este problema y con la confluencia de distintas posiciones teóricas afines. Además, el ensayo tiene como objetivo principal resituar la figura de Roser Bru en el complejo escenario del arte contemporáneo chileno de los 70 y 80, contribuyendo, sin duda, a esa tarea. Queda, eso sí, una tenue deuda: se trata del desplazamiento hacia una visión más ampliada sobre el lugar de la pintura en una escena marcadamente experimental, que no encontraba en los lenguajes tradicionales del arte sentido alguno para sus necesidades reflexivas y procedimentales.
Por último, y en lo que es seguramente la apuesta más arriesgada de esta compilación, Mara Polgovsky reinterpreta un conjunto de imágenes producidas por tres artistas pertenecientes al CADA (Lotty Rosenfeld, Diamela Eltit y Raúl Zurita), en una reformulación crítica deliberadamente discrepante de la propiciada por la avanzada, que aborda el signo ya no desde su espesor significante, sino desde un desciframiento de la simbología religiosa comprometida en éstas y de las asociaciones referidas al dolor, la muerte y los tabúes sociales. Para la autora, el potencial crítico de la propia escritura de la época resulta debilitado al obviar y silenciar estos elementos, a su juicio, reiterativos y cruciales en las obras aludidas.
De acuerdo o no con la posición y los planteamientos de Polgovsky, se considera especialmente el gesto de astillar, fisurar las concepciones unívocas de la recepción y el sentido de una obra y de refutar los límites incuestionables de la mirada legitimada. Todo ello permite, como plantea la autora, “revalorar y dotar de mayor complejidad a los posicionamientos críticos de la escena artística local” (p. 140). Además de un consistente manejo teórico, se destaca la táctica metodológica de trabajar la obra como soporte documental, de este modo, el comentario crítico no se lee solamente desde la escritura, sino desde el procedimiento de la cita artística. Es el trabajo de reelaboración de Gonzalo Díaz, Carlos Leppe y Juan Castillo sobre los problemas que despliegan las obras de Eltit y Zurita lo que pareciera expandir la barrera del sentido y propiciar la mirada alterna.
Sin duda el volumen III de Ensayos sobre artes visuales verificaría con mayor claridad la presunción que estaba en el origen del concurso de ensayos del CeDoc, sobre la necesidad de propiciar y visibilizar nuevas escrituras sobre arte en Chile, teniendo como base la investigación bibliográfica y documental. Estas nuevas escrituras que comienzan a reconocerse, a través de esta plataforma se vinculan y suman a las iniciativas y producciones de otros investigadores como Ignacio Szmulewicz y su libro Fuera del cubo blanco (Metales Pesados, 2012) y de Sebastián Vidal con En el principio. Arte, archivos y tecnologías durante la dictadura en Chile (Metales Pesados, 2012), por nombrar sólo algunos entre varios.
La incidencia de estas nuevas escrituras no responde a una cuestión meramente generacional, sino que, como se ha visto, tiene que ver con una renovada manera de comprender y abordar la práctica investigativa –de forma rigurosa y reflexiva—, de relacionarse analíticamente con la historia y las experiencias del pasado, de indagar sobre los problemas de este y otros campos, de levantar preguntas atendiendo a las conjeturas de quienes preceden, pero sobre todo a las propias, de generar intercambios entre los diversos actores –dentro y fuera de las instituciones—, de abrir y multiplicar los puntos de vista y los relatos, en fin, de plantearse el acceso ampliado a la discusión y el conocimiento.
A todo aquello el CeDoc de las artes visuales ha hecho una vital contribución y es de esperar que otras instituciones (museos, bibliotecas, universidades) e instancias públicas y privadas comprendan la urgencia de gestionar espacios de organización, preservación y, sobre todo, acceso documental, promoviendo simultáneamente la investigación y la publicación. Es en buena medida gracias a esto que hoy se puede escribir sobre el arte, sus discursos y sus historias, desde otros lugares.