En el segundo piso de un interno, a un par de cuadras del castillo de la familia Sforza, en el centro de Milán, tiene sus oficinas la editorial Adelphi. Ahí trabaja hace más de 40 años Roberto Calasso. Es el editor, hoy en día honorario, de la “Biblioteca Adelphi”, una de las colecciones más finas y singulares de la historia editorial contemporánea.La “Biblioteca” está compuesta por una variedad enorme de títulos entre los cuales se cuentan tratados japoneses sobre el arte del teatro, novelas policiales, textos religiosos tibetanos, nouvelles olvidadas del fin de siglo vienés, manuales de etología, además de muchas de las mejores novelas publicadas en distintos lugares del mundo durante los últimos cincuenta años. Por detrás de la anómala reunión de títulos se asoma la sorprendente figura de Calasso como lector. Quienquiera haya tenido la suerte de leer alguno de sus libros ha podido observar, además del hondo alcance de sus lecturas, la inteligencia y delicadeza con que suele acuñar sus observaciones en ensayos que desbordan los lugares comunes de la cultura literaria establecida. Si escribe acerca de Heidegger, lo hace sin apoyarse en la oscura retórica del profesor, y preguntándose por la relación que mantiene su metafísica con una botella de Coca – Cola. Cuando escribe sobre Robert Walser monta un hábil juego de espejos de manera que los raros mundos del suizo se refractan en un viejo mito persa en el que siete hombres duermen profundamente en una cueva. Cuando escribe sobre Kafka, esquiva con gracia las certezas acumuladas de la crítica, y proyecta sus textos sobre fondos de asociación extraños, como el de las narraciones alegóricas de la mitología hindú.
Hace pocas semanas la “Biblioteca Adelphi” publicó su libro número quinientos: un ensayo del mismo Calasso acerca de la pintura del Tiepolo. Según cuenta, todos sus libros a partir de La Ruina de Kasch forman parte de un sólo gran libro que partió escribiendo a comienzos de los años 80. Con independencia del parejo standard de lucidez crítica y precisión expresiva que alcanzan sus textos, no es fácil para uno, como lector, discernir la supuesta unidad interna de sus obras. Muchas veces, sin embargo, durante la conversación, Calasso volvió sobre la idea de que sus distintas publicaciones forman parte de un sólo extenso trabajo. Hace un par de semanas comentó, en una entrevista al diario La Repubblica, que uno podía imaginar sus distintos ensayos como “una sola y larga serpiente de páginas”.
Una tarde de insoportable calor en julio Calasso nos recibió en su oficina, mucho más llana y amablemente de lo que esperábamos. Después de preguntarle, de manera más bien infantil, por las amistades que mantuvo con Joseph Brodsky, Mario Praz, Bruce Chatwin la conversación se enfocó en K., el largo ensayo sobre Kafka, que publicó el 2002 en Adelphi, y la editorial Anagrama editó en español el año pasado.
– K. es el primer libro en muchos años que usted dedica enteramente a interrogar la obra de un sólo autor. ¿Por qué le interesa tanto Kafka?
De alguna manera K. es la contraparte de Ka. Forma parte de un trabajo en varias partes que empecé a escribir con La Ruina de Kasch. Todas las partes se bastan a sí mismas y abordan asuntos distintos que están, sin embargo, invisiblemente ligados. De alguna manera Ka fue el libro de la máxima expansión. En el mundo de la mitología hindú tú encuentras un proceso de multiplicación de los doce dioses del Olimpo, primero a un mínimo de 33 y luego a varios miles de dioses. Todo se multiplica cuando uno se enfrenta con India. Con Kafka uno se enfrenta al movimiento opuesto: con aquello que los científicos de la computación llaman compresión. La compresión de un algoritmo en la mínima unidad. Ese es un problema que me ha parecido siempre fascinante. Desde hace mucho tiempo arrastraba la intención de escribir acerca de Kafka pero lo evité durante años hasta que después de haber escrito Ka me dieron ganas de escribir un libro que corriera en una dirección diametralmente opuesta. El paisaje sobre el cual Kafka escribe sus libros es el paisaje más despojado y comprimido que es posible imaginar. Y me dieron ganas de ver qué pasaba si es que uno se internaba en una dirección en la cual Kafka se adentró de manera muy radical.
– La simplicidad de Kafka es, sin embargo, una simplicidad engañosa pues encierra a la vez problemas de sentido y de lectura más o menos complejos.
Por supuesto, es una simplicidad que supone al mismo tiempo una riqueza y una complejidad que no es, desde mi punto de vista, comparable a la de ningún otro escritor del siglo XX. En términos de profundidad de pensamiento, los libros de Joyce son un jardín infantil puestos al lado de los libros de Kafka. Quizás no desde el punto del uso del idioma inglés, o de la habilitación de nuevos recursos estilísticos, o desde otros puntos de vista. En términos de pensamiento, sin embargo, me parece que Kafka representa un punto máximo que se alcanzó a muy poco tiempo de haber comenzado el siglo XX y luego no se volvió a igualar. En el libro traté de acercarme a su obra de una manera que no se había intentado antes. Traté de hablar acerca de lo más misterioso que hay en la obra de Kafka que es simplemente acerca de qué demonios está hablando. Esa es la pregunta importante en Kafka: acerca de qué habla en sus libros. Es algo muy difícil de esclarecer. Qué es lo que pasa, por ejemplo, en libros como El Castillo o El Proceso. Lo que hice fue meterme en estos textos y seguirlos paso a paso tratando de entrar en el flujo sanguíneo de estas historias, sin adoptar el punto de vista de un ensayo tradicional, sino a través de una suerte de narración paralela que va observando minuciosamente a los personajes, las distintas escenas y el protagonismo que van adquiriendo ciertas palabras.
– En el libro usted observa que al leer a Kafka tenemos todo el tiempo la impresión de que algo esencial ha sido dicho sin saber sin embargo de qué se trata.
Claro, es algo que ocurre con mucha intensidad durante la lectura de El Castillo, por ejemplo. Hay ciertos pasajes en Kafka que uno puede mirar durante años y no estar nunca seguro si acaso ha logrado entender mínimamente bien. Pasajes que quedan atrapados, dando vueltas en la memoria durante mucho tiempo sin que uno logre nunca entender del todo por qué. Hay, por ejemplo, una frase que aparece en uno de sus textos que a mí me ha intrigado desde que la leí que dice: “El mal es el cielo estrellado de la bien”. No he encontrado a nadie tampoco que haya propuesto una interpretación iluminadora al respecto. Y esto es algo que ocurre mucho cuando uno lee a Kafka: encontrarse con afirmaciones que son, por alguna extraña razón, reveladoras a la vez que profundamente opacas.
– Muchas veces son textos que se resisten a cualquier tipo de interpretación.
Sí, por supuesto. Siempre que se ha querido entender la obra de Kafka en referencia a un contexto histórico o intelectual determinado los resultados son muy decepcionantes. No sólo la lectura de su obra en clave existencialista, que es una cuestión a estas alturas bastante grotesca, sino también los intentos de convertirlo en algo así como el pensador judío por excelencia. Algo que por supuesto no fue. Kafka mantuvo una relación muy cautelosa con su origen judío. Nunca quiso subrayar este aspecto en sus textos. En algún momento dice que es necesario encontrar una nueva cábala, pero una cábala que solo él practicara. Le interesaban mucho más, por ejemplo, la cultura judía bohemia de sus amigos actores judíos, el teatro Yiddish y otras cosas así.
– En K. usted desentierra algunos registros que alteran la imagen habitual de Kafka como un escritor del peso muerto y el sofoco. El libro termina apuntando hacia una imagen de Kafka más liviana y luminosa parecida a la que rescata Italo Calvino en su Apuntes para el Próximo Milenio.
Hay muchos aspectos de Kafka que han sido olvidados o no han sido nunca lo suficientemente percibidos. En el último capítulo le presto atención a un episodio que es clave en la vida de Kafka que corresponde al momento en que ha descubierto su enfermedad y se va a descansar a una casa de campo donde está su hermana. Es el único momento en que, según el mismo dice, Kafka disfruta de un mínimo de paz y tranquilidad. No está la familia alrededor, no hay oficina, mujeres, ni aflicciones de ninguna especie. Sólo animales que se pasean por las calles de un pueblo semi abandonado. En ese contexto, Kafka escribió textos que, en mi opinión, equivalen a la cumbre de su pensamiento: los Aforismos de Zürau. Son textos muy breves que solían ser editados de manera continua, en no más de 10 o 12 páginas, de tal manera que terminaban confundiéndose y perdiéndose al interior de otros textos. Trabajando en la biblioteca Bodleiana, en Oxford, donde se guardan muchos de los manuscritos de Kafka, descubrí por casualidad la manera en que estos textos habían sido originalmente escritos. Cada uno de los aforismos había sido escrito en una hoja separada. En Adelphi decidimos editar los textos como un libro en sí mismo en donde cada uno de los aforismos figurara por separado. El efecto que produce su lectura en esa forma es muy poderoso y completamente distinto al que se genera al leerlos todos juntos en un largo bloque. En estos textos Kafka aparece bajo una luz bastante única y extraña. Habla mucho de problemas teológicos, acerca del árbol del bien y del mal, acerca del paraíso, de la pérdida del paraíso. Durante ese período escribe esa línea acerca de la diosa de la felicidad que dice: “Hora preciosa, estado maestro, jardín vuelto salvaje. Das vuelta a la casa y, corriendo por el sendero del jardín, viene a tu encuentro, la diosa de la felicidad”. Es un pasaje muy raro pues hasta dónde yo entiendo es el único lugar en donde Kafka habla de la felicidad. Es algo que está completamente ausente en sus escritos previos al período de Zürau.
– En qué escritores posteriores cree usted es posible reconocer la huella de Kafka?
En el caso de Kafka es una pregunta difícil de responder pues una de sus particularidades es la pureza de la soledad en la que escribió su obra. En términos de lenguaje, si es que uno mira el estilo de Kafka solo en sus textos más tempranos es posible advertir la influencia de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, hay algunas huellas del expresionismo. Pero ya después todos sus textos están escritos en un alemán clásico impecable al que es muy difícil encontrarles un parangón. El alemán en que están escritos los textos de Kafka es un alemán muy clásico, muy preciso, hasta despiadado, que se parece bastante al alemán de Kleist, que era un autor que le gustaba particularmente. No puedo pensar en nadie que haya escrito después que Kafka en un alemán de tal precisión y pureza.
– ¿Cómo entiende usted la observación que hace Elías Canetti en su ensayo sobre Kafka cuando escribe que: “De todos los expertos en poder, Kafka es el mayor de todos”?
Creo que estoy de acuerdo con Canetti en eso. Kafka es el gran experto del poder. Yo añadiría, eso sí, que poder en las dos acepciones que la palabra, Macht, tiene en alemán. Macht, por una parte, es poder en el sentido de poder político pero es poder también en el sentido de potencialidad. Kafka es el más grande maestro respecto del tema del poder en la literatura del siglo XX, pero también es un maestro de las posibilidades asombrosas que los hombres llevan dentro.
En el libro usted dice que está más interesado en reproducir el misterio de la obra de Kafka que en explicarlo.
Claro, porque la crítica literaria debiese ella misma ser literatura. Es decir, si uno lee los ensayos de Baudelaire, o de Benn, o de Auden, uno se encuentra con literatura. No se encuentra con piezas que observan las obras literarias desde afuera, o que tratan de extraer la verdad científica, profunda, de un texto pues eso no tiene ningún sentido. Lo que estos textos de reflexión literaria hacen es desplazar el enigma de la obra a través de otros enigmas. Forma parte de la naturaleza misma del enigma el hecho de que éste no se resuelve nunca a través de una respuesta sino que a través de otro enigma. Eso es algo que los griegos entendieron muy bien. La historia de Edipo, de hecho, muestra lo lúcido de la conciencia que los griegos tuvieron al respecto. Hay un aforismo de Karl Kraus al respecto que me gusta mucho y que dice algo así como que aquellos que buscan respuestas a sus preguntas, aquellos que buscan comprender y explicarlo todo, lo primero que debiesen hacer es aprender a ser pacientes porque en último término los misterios se terminan resolviendo solos, se terminan aclarando por su propia luz.