Sin proponérselo, el poeta Roberto Merino ha pasado a ser uno de los cronistas chilenos relevantes de nuestra época. Con una prosa de gran precisión, ha fijado anécdotas y observaciones donde la ciudad de Santiago aparece retratada como un enclave humano bastante más atractivo que la nube de humo que lo envuelve. En sus crónicas –diseminadas en diarios y revistas- comparecen payasos, estafetas y en general todo el comidillo que compone el paisaje social de la metrópolis.
En 1997, la editorial Planeta publicó una selección de esta crónicas bajo el título Santiago de Memoria; recientemente la editorial Sudamericana ha hecho algo similar al poner en circulación Horas perdidas en las calles de Santiago, un libro que puede ser de beneficio para el lector despierto y, sobre todo, para quienes tienen proyectado mudarse hacia otras latitudes.
-En relación a su libro de crónicas anterior se ha hablado de la memoria como escape. Yo tengo la idea de que más que un escape de un presente que puede ser irritante, es más bien su tiempo de residencia. ¿Es para usted un escape de algo?
-Yo refutaría esa figura, creo que es más bien al revés. Escape es una sugerencia un poco dramática. El sujeto de esas crónicas anda al encuentro de cosas, no es un escapista. No hay una negación del presente en esas crónicas, la emoción que motivaría a quien las escribe sería dar con esas intersecciones en que el pasado y el presente se vinculan, en calidad de fantasmas, en calidad de cualquier cosa: lugares donde hay rasgos deteriorados del pasado. La memoria es como una especie de oleaje que va entregando cuestiones, entonces no tanto un lugar a donde se pueda escapar porque además es un lugar que no existe. Sin embargo, hay una vinculación entre los desplazamientos del caminante y la memoria. Rita Ferrer señaló en un artículo que hay una palabra hebrea para significar camino y memoria.
-La memoria no es un lugar al que se acude pero sí un lugar desde el que se habla.
-Claro. Tampoco hay una patología de refugiarse en una imagen del pasado. Enfocar la ciudad actual conviviendo con diversos momentos de su pasado es un mecanismo que tiene su funcionalidad, porque permite hablar. No creo que haya aquí una romantización del pasado, una actitud romántica respecto a un pasado ideal. Tú dices que el lugar desde el que se habla es la memoria. No sé si eso pasa en todas las crónicas. Sobre todo en el primer libro hay crónicas en que ponía datos del pasado, rastreaba esos asuntos. Después se me fue volviendo cada vez más difícil, en cierto modo perdí la curiosidad. Me fui quedando más bien con las imágenes actuales. A partir de un momento ese tema se me gastó.
-Da la impresión de que estas crónicas no animarían a turistas convencionales. ¿Por qué le atraen sitios como la Plaza La India, donde no ocurre nada?
-El primer impulso es humorístico. Son divertidos esos lugares que tienen nombre de algo pero que no constituyen nada. Tú escuchas Plaza La India y te imaginas que es algo. Una plaza finalmente es un término funcional, es un lugar donde están vinculadas las acciones de la gente de un determinado modo, pero esto que se denomina plaza me parece que es más bien el resultado del retazo de una urbanización, y no tiene ninguna funcionalidad aparente. Anda a saber tú si algún día no la va a tener, porque la funcionalidad es algo que se va adquiriendo. Pero, además, un lugar de esta naturaleza a uno le llama la atención porque desde chico ha pasado muchas veces junto a él y se le queda pegada su imagen ordenadamente deshabitada, ordenadamente inútil. Todo lo que sucede ahí cae dentro del chiste: dos gallos tomando el sol en esa plaza están de inmediato marcados por una melancolía involuntaria; una familia que pase en esa plaza sus momentos de esparcimiento es una posibilidad ridícula. Pero esas cosas igual pasan, por eso si uno se instala y observa un rato siempre va a encontrar algún elemento gracioso.
-En las crónicas también hay una cierta afición por el eriazo. Santiago aparece como una ciudad empotrada en un gran sitio eriazo. Las horas en las que suceden las crónicas son horas muertas. No hay aquí la voluntad de acentuar lo feo, sino la de sublimar esta cuestión medio deprimente
-Yo hubiera querido buscar el momento espiritual en el cual uno se siente cómodo con eso, en que lo siente propio. Santiago es una ciudad que tiene tanto peladero interno. Es horrible, pero es parte del paisaje. Y esos lugares permiten observar fenómenos extraños: solares en medio del tráfico donde crecen zapallos, o donde prosperan las lagartijas, o los cuarteles de los livings que ya no están, o el trazo de la escalera al segundo piso de la casa que ya no está, o la mancha que dejó un cálifont. Ese mecanismo es similar al de la memoria: en el eriazo donde uno ve los restos marcados de una casa, la imagen que uno ve es estrictamente actual, pero hay una especie de sustracción al presente que te proyecta hacia una zona fantasmal. La palabra fantasma, a pesar de lo manida, es súper importante en este asunto.
-¿El sujeto que escribe sería algo así como un invocador de fantasmas?
-Exactamente, pero yo me siento cada vez más lejano al sujeto que toma la palabra en esas crónicas, porque encubre un cierto ocio, un uso relativamente expansivo del tiempo y del espacio. No se mueve a grandes velocidades, se queda atrapado en San Diego después de unos trámites y le da lo mismo volver a su casa. Cada vez siento más lejano a ese sujeto por una cuestión biográfica: ya no puedo hacer eso.
-Son entonces más bien visitas mentales.
-Visitas mentales, visitas en cuerpo astral, porque para un individuo que trabaja todo el día y que tiene el fin de semana ocupado con responsabilidades, semejantes expansiones se hacen más difíciles. Como te decía, Santiago es una ciudad en clave privada, susceptible de ser descubierta en pequeños espacios, una “ciudad de rincones”. Entiendo que para el tipo que no está preocupado del asunto, que trabaja en una empresa de importaciones y que tiene otras cosas que hacer, la ciudad puede no arrojar una imagen. Una persona que tiene el tiempo ilimitado, un ocioso en desplazamiento permanente, claro, para ése sí que la ciudad arroja una imagen de ciudad en la medida en que la puede ir descubriendo.
-Estos paseos mentales están como a la siga de “la vida misma”, si vale la expresión. Pareciera que la realidad sucede en la ciudad, o que la ciudad es el lugar de la realidad.
-Exacto, claro, para uno la ciudad como escenario de situaciones humanas cubre todos los flancos y parece que no hubiera realidad fuera de ésa.
-El campo es medio inhumano, no tiene una humanidad visible.
-Es que el campo chileno es una empresa demasiado trabajosa. Para un espíritu contemplativo el campo chileno es un lugar muy poco recomendable, no se sabe muy bien cómo funciona, hay perros bravos, alacranes, pantanos y en una de ésas te puede llegar un balazo por merodeador.
-El campo chileno se parece al eriazo, al menos en la Zona Central.
-Claro, el campo chileno es el eriazo mismo. Es distinto quizás en otros lugares, aunque Joyce, en sus últimos años, vivía en un pueblo chico de Francia y sufría mucho porque los perros andaban a la siga de sus talones. Ahora, lo que le llaman la campiña inglesa tiene muchos rasgos de bucolismo. Existen esos senderos públicos que atraviesan los campos privados, que tienen unas pequeñas puertecitas giratorias de palo con un letrero que avisa que ese sendero puede ser utilizado por el caminante. Yo alguna vez anduve por ahí, y al principio estaba un poco intimidado porque tenía en mente la idea del campo chileno y pensaba que en cualquier momento llegarían los perros. Pero no salió nadie, ni un ser humano, y anduve deambulando como cinco horas. Y ahí uno se podía tender a la sombra del manzano y divagar convertido fantasiosamente en un metafísico inglés.
-Pero a usted como que le gusta que el campo chileno sea un paisaje de alambres de púas.
-Sí, pero en parte. Son cosas que uno nunca controla si le gustan o no, porque tienen que ver con experiencias muy laterales: el campo es algo que uno ha visto desde el auto o del tren o del bus mientras se desplaza de una ciudad a otra. Entonces, en ese sentido es bonito como la imagen de un lugar desconocido al que uno nunca se va a meter. Si tú te fijas, a veces vas por la carretera y ves unos caminos flanqueados por álamos que se pierden en un lejano punto de fuga, y te dan muchas ganas de indagar qué cresta hay al final, se te suscita una curiosidad infantil. Hay caminos que yo veo de cuando era chico y me producen lo mismo, y nunca he hecho el experimento de seguirlos. En ese sentido, el campo siempre está como en un segundo plano, más allá del vidrio, como en la pintura de Natalia Babarovic: un paisaje que va pasando. A veces se produce la sensación de que ella no alcanza a terminar los cuadros porque el paisaje ya pasó.
-Cuando usted escribe sobre La Dehesa, ese sector aparece como un lugar tan inhóspito e inhabitable como Quilicura. No parecen ser comunas a escala humana.
-Sin duda, y es curioso que la gente haga esfuerzos por vivir en un suburbio, aunque sea un suburbio de prestigio. Uno quisiera vivir cerca de donde pasan las cosas, asomado a la promiscuidad de la existencia y no tan al resguardo de un grupo social ascendente. El modelo de ciudad que hay ahí es antipático en la medida en que es excluyente, no sólo para la gente pobre sino para cualquier individuo que haya adoptado otro estilo de vida. Pero ésta es una especulación superficial, desprendida de la observación callejera y desde el punto de vista del paseante. Sería impropio juzgar valóricamente a los habitantes de La Dehesa, cada uno vive donde se le antoja.
-Todo lo que ahí podría suceder sucede adentro de las casas.
-Claro, lo que es un fenómeno muy santiaguino por lo demás. Aunque, si tomamos el parámetro del sector Dieciocho, vemos que en ese caso había una cierta ostentación, pero su resultado era un aporte al paisaje de la ciudad. Rubén Darío tiene un texto muy extraño, que se llama “Canto al oro”, en el que habla de esas mansiones cerradas en una noche de verano, cuando estaban temporalmente abandonadas por las vacaciones. Estos usos y costumbres de la gente con plata de antes manifiestan un rudimento de conciencia de habitar una ciudad, algo que irradiaba hacia los demás. Pero en nuestros tiempos todo pasa puertas adentro, de espaldas a la ciudad.
-En el caso hipotético de que suceda algo.
-En el caso hipotético. Edwards Bello se paseaba por El Golf y miraba para adentro de las casas y se preguntaba ¿qué harán? El suponía que se aburrían mucho dentro de esas mansiones tipo mausoleo.
-Algunas crónicas actuales sobre Santiago despliegan un moralismo sobre la destrucción de la ciudad y el descuartizamiento de los barrios. En las suyas el hablante parece aceptar esta destrucción, constata que la ciudad está en permanente estado de demolición, que es como un retorno al descampado original.
-Hay momentos en que sí hay un reclamo por la destrucción, pero he leído escritos latinos del siglo I en que se reclamaba por lo mismo.
-En sus textos se da por descontado que la cosa sea catastrófica.
-Se da por descontado, ésa es aquí una situación sine qua non. Es que es echar abajo la imagen de una cierta comunidad para construir porquerías. Ese aspecto hay que tenerlo en cuenta: la construcción va derivando hacia el feísmo absoluto en la búsqueda de construir edificaciones más baratas. Y esto no pasa sólo en los barrios degradados, sino también en sectores como El Golf. Para mucha gente que todavía está viva, aún El Golf debe ser aun una imagen de “lo nuevo”. Edwards Bello mismo reclamaba porque había leído en un diario “demolerán viejo edificio de Gath y Chaves”. El decía “cómo que viejo, si lo acaban de construir”. La gente que tiene los recursos para hacer y deshacer en Santiago maneja una concepción que debe ser completamente distinta a la del gallo que se mira a sí mismo y a los demás. Para mí, a propósito, lo nuevo todavía son las cosas del año 70, las torres de Tajamar o el edificio de la UNCTAD, el Diego Portales. Parece que lo nuevo es un concepto que a uno se le fija a cierta edad.
-En el libro aparecen muchas formas de vida ajenas, observadas desde afuera.
-Me acuerdo de que una vez iba con una polola en auto, bien abajo por el Río Mapocho, de noche, y había unos blocks y desde afuera se podía espiar un poco la multiplicidad de las vidas ajenas. Ella me dijo “esto es la vida real”. Ese es un espejismo muy propio del observador, porque la vida de uno es igualmente real, aunque curiosamente para uno no tenga esa densidad.
-La vida real es lo que le sucede a los otros.
-Y mientras más otros más real parece, y ahí se produce un abismo. Entonces, más que la memoria es el abismamiento, y sucede con el pasado y con las vidas ajenas. En las crónicas hay un gran sapeo de vidas ajenas. Me siento un poco como el tipo que describe Roberto Arlt, “el hombre al que le gusta mirar al interior de las casas”, que parece que estuviera haciendo algo pero en verdad anda puro intruseando, tratando de mirar por las ventanas.
-Cuando transita de noche y ve esas luces dudosas de los interiores, ¿se imagina que ahí está ocurriendo la vida?
-Exacto, puedes ir pasando por Nataniel con Cóndor, una noche de sábado, se ve la luz azul e inestable de un televisor proyectada en la pared, y ese interior adquiere un gran espesor de realidad o de irrealidad. No sé, llega un momento en que ambos conceptos parecen confundirse.
-Es que nunca se puede vivir eso: si uno está viendo televisión ahí nunca será el observador y el observado al mismo tiempo.
-Tuve unos momentos en mi vida, un invierno, cuando escribí ese otro libro, Melancolía artificial, en que sentía una enorme tranquilidad, y mi vida me parecía real en el sentido en que estamos hablando. Pasaba unas tardes larguísimas de sábado, con lluvia, mirando el Canal 4, que recién aparecía, y me sentía muy bien. Llegaba mi amigo Jorge Mpodozis y nos quedábamos mirando programas estúpidos o viendo Kojak, y esos roles del observador y del observado estaban en su punto exacto. No estaba ejercitando la autobservación, sino que me sentía en el lugar exacto en el momento preciso, no estaba en esa dislocación permanente en que uno anda, cuando parece que su vida estuviera constituida sólo de trámites, de asuntos sin vuelo ni intimidad. A veces pasa eso, que la vida de uno se percibe como una sucesión de diligencias. Pero creo que lo de las imágenes de las vidas ajenas es un tema importante. Cuando andaba en tren, y de repente en la noche se veían casas próximas a una ciudad, y luego una pieza con una lámpara o alumbrada por un televisor, siempre quedaba prendado de esa imagen, y a la vez pensaba que si fuera yo el habitante de la casa estaría pensando en los tipos que van pasando en el tren: se produciría el mismo abismamiento.
-El hablante de Santiago de Memoria y de Horas perdidas en las calles de Santiago no está a la siga de la mujer que se saca los sostenes, sino más bien del kiosquero cuando cierra el negocio o de una persona a la que le clausuran el local.
-Una mujer sacándose los sostenes atraería preferentemente mi atención, pero la clausura de locales es algo muy misterioso. Me preguntaba por qué, por ejemplo, en una que presencié el otro día, el funcionario de Impuestos Internos tenía sombrero de vaquero. Elementos como ése te suscitan la curiosidad, se adivina una historia detrás, podrías construir una novela a partir de ese episodio. Es muy raro andar pensando en ese tipo de cosas, porque uno se puede quedar detenido cada cinco minutos observando algo. Pero te digo que esa debilidad me la enseñó de algún modo mi papá. El se iba caminando a la Estación Central, bajo el predicamento de que no había que gastar plata para pasarlo bien. Decía que se podía entretener observando cómo un hombre se comía un sandwich en la calle, los gestos que ponía. Yo la hallaba una sugerencia muy desestimable en ese momento, hubiera preferido que me llevara al Far West y me entretuviera de una forma convencional. Cuando lograba llevarme a sus paseos me aburría como ostra. De repente tomaba un tren y me llevaba a Talagante, por ejemplo, a nada, a caminar, sin siquiera entrar a un restaurante. Yo veía que le gente de Talagante se metía al cine, por último hubiera querido hacer eso.
-Esto que dice recuerda la mirada del tipo que no está desesperado, pero que le quedan pocas horas de vida. Un tipo agónico disfrutaría mirando a las personas caminar por la calle sin ninguna espectacularidad. Hay astronautas que dicen haber echado de menos sentir la caída de la arena entre las manos.
-Tienes toda la razón. Si una mira las crónicas desde cierto punto de vista, son crónicas sobre Santiago y se acabó. Yo incluso sería partidario de una definición así, no quiero darles más complejidad de la que tienen. Pero hay una atmósfera psicológica que va generando el tipo que se mueve ahí y que finalmente oculta un motivo autobiográfico. Algo parecido a lo de los astronautas yo lo sentí cuando estaba enfermo y pasé meses hospitalizado. Miraba por la ventana de la clínica de la Católica, y veía el sol sobre los techos, patios con palmeras, calles viejas, y me parecía que la felicidad habría consistido en simplemente estar ahí, una tarde tomando el sol o yendo a tomar once, las cosas más mínimas.
-Es también como la emoción del condenado a muerte. Supe de un inglés que sólo pidió que le permitieran fumarse una pipa antes de que lo mataran.
-Claro. Cuando yo me enfermé y no se sabía lo que tenía, y un médico me dijo que probablemente tenía un tumor cerebral, me acuerdo de que me fui caminando a mi casa mirando las cosas como por última vez, me iba despidiendo, y los edificios y las calles tenían una nitidez cinematográfica. Todo tenía valor, las caras de los sujetos en las micros, la vieja haciendo los sánguches de potito en la Alameda iluminada, la calle San Martín hacia adentro oscura. Me decía: esto fue la vida.
-A partir de sus palabras, se podría inferir que para usted Santiago es básicamente un estado mental.
-El poema ese de Kavafis, “La ciudad”, da cuenta de una condición irredimible: la ciudad es la ciudad de uno, en la que nació. Esa es la ciudad fantasma. Cuando he ido para afuera me ha pasado ese afantasmamiento, esas superposiciones de Santiago en otras ciudades muy distintas. O sea, de repente, en un estado de sustracción vas caminando por Londres o París y es como la misma cosa, descontados los monumentos. Lo que pasa es que en algún momento uno puede ser turista, viajero, estar mirando la vida históricamente. Y ahí, claro, Londres es Londres y París es sus perspectivas y sus edificaciones. Pero uno no siempre ve la vida históricamente. Y como uno vive en una especie de distracción los lugares pueden suplantarse unos a otros.
-Hay novelas donde, como en una ópera, la ciudad es el escenario. En el caso del Ulises, la chicharra de la cabeza de Bloom es la ciudad misma.
-Un flujo de imágenes y palabras que a uno no lo persiguen, sino que lo acompañan. Si tú te fijas, Dublín, para nosotros, como chilenos, es antes que nada Joyce. Uno no tiene un acercamiento más real a Dublín que Joyce. Si va a Dublín va a tratar de reconocer eso, y con Buenos Aires pasa lo mismo, también está proyectado por sus escritores. Uno va a Buenos Aires y se acuerda de Borges o de Arlt o de Macedonio Fernández y de gente que no necesariamente haya escrito sobre la ciudad sino que desde ahí. Tú puedes incluso leer libros de Mujica Lainez –donde el objeto es Buenos Aires– y no son quizás tan constitutivos del Buenos Aires mental que uno tiene.
-En ambos libros, con frecuencia desmitifica aquello que está mitificado, y también recoge detalles muy puntuales, como ese joven que encaneció súbitamente al ver que se le venía encima una estampida de ratas.
-Esos dos movimientos son parte estructural de las crónicas. Es un placer desmitificar íconos en la medida en que es muy fácil hacerlo. Qué sé yo, la llama de la libertad, por ejemplo: basta señalar que una vez fue detenida una señora a la que la pillaron haciéndose unos huevos revueltos ahí. No hay para qué despotricar contra la llama de la libertad, basta contar ese episodio.
-O averiguar que Abastible la abastece cada mes.
-Ese es uno de los mecanismos del humor. El otro es hablar de pequeñas escenas que han sido observadas a lo más por un par de sujetos, accidentes que ni siquiera trascendieron a los breves de la página roja. Que un ciudadano se caiga a una esclusa sin resultado de muerte no es una noticia, aunque si tú lees los diarios del siglo pasado te encuentras ese tipo de hechos en primera plana. Un diario de La Serena, de 1880 o por ahí, informa por ejemplo que el mono del circo había mordido a una niñita en la calle. Esto originó comentarios editoriales llamando a la responsabilidad a “los señores funámbulos”, como me parece que les decían a los circenses. En todo caso, es muy placentero poner en un lugar público cuestiones que observó sólo uno.
-Es curioso poder gatillar a través de observaciones así un efecto en los otros. Sé de un caso de alguien que compró un Doctor Spok de goma que usted menciona en una crónica y se lo mandó a su hermano. Eso indica que el humor hace soportable esta ciudad.
-El humor es una defensa. Si no tienes humor en Santiago, o tienes mal humor permanente, estás condenado a morir muy joven. Una persona especialmente neurótica acá puede vivir experiencias infernales. Hay ciudades más fáciles que otras, y la nuestra es particularmente hostil, comenzando por el gremio de los transportistas. Y otra cosa es la náusea existencial, que parece que se da con tanta ventaja en este clima. Imagínate una tarde nublada, sin nada qué hacer, mirando los autos desde una de las pasarelas de la Panamericana. Eso que dijo Johnson de Londres, de que “el que está aburrido de Londres está aburrido de la vida”, se podría reformular aquí a condición de que la frase la suscribiera Jean-Paul Sartre.
-En Santiago operan fuerzas irracionales.
-Por cierto, y con voz y voto.
-Basta mencionar los planes de embellecimiento.
-Es que los planes de embellecimiento se dan aquí en sentido inversamente proporcional al de cualquier concepto de belleza o de sentido común. Cuando te des una vuelta por Rancagua aprovecha de conocer el monumento a Manso de Velasco, es una pura peluca de cemento. Lo otro es el busto de Cervantes en el Parque Portales, un rostro sin rasgos humanos, muy extraño.
-De Rancagua sólo guardo el recuerdo de dos edificios que sobresalen en medio de puras antenas de televisión.
-Yo encuentro que de Valdivia al sur la cosa es muy distinta. Y que Valparaíso es mucho más ciudad que Santiago. Hay una continuidad, que es algo fundamental para una ciudad. Uno va de una plaza iluminada en que están pasando cosas –cosas normales– a través de una avenida iluminada a otra plaza iluminada donde siguen pasando cosas. Hay una sensación de profundidad, miras hacia cualquiera de los puntos cardinales y te encuentras con actividad y gente viva. Santiago tiene el mal de la ciudad ribereña: de noche hay que desplazarse varios kilómetros para ir de un punto vivo a otro. Si estás en el centro a las nueve de la noche y cruzas la Alameda hacia el sur te encuentras con una versión muy mortecina de la vida.
Abril 2001