Milico de José Miguel Varas
Editorial LOM, Santiago, 2007
Quiero agradecer a LOM el haberme invitado a presentar la novela MILICO de José Miguel Varas y el agradecimiento va por la oportunidad de decir algunas cosas sobre este libro magnífico. Yo sé que muchas veces los autores están llenos de aprehensiones respecto a cómo se leen sus libros, también sé que circulan en nuestros días malas palabras impuestas en el mercado de la edición globalizada: literatura modernista, novela de tesis, realismo, testimonio, y otra serie de términos claves que buscan imponer una especie de margen hacia el cual expulsar las obras que funcionan en la encrucijada con lo político e histórico mientras buscan dar centralidad a una literatura boba, a la glamorosa generación de la mirada vacía, a la de la aldea global, etc.
Sea como sea, cuando un escritor entrega un libro al público, el libro es del público y se acabó. La maquinaria se podrá poner en marcha para decirnos cómo tenemos que leerlo y cómo no, qué es lo que vale y qué no, y si nos podemos pasar unas cuantas horas inmersos en sus páginas tratando de recobrar y articular el sentido que se nos ofrece. El libro produce todo el sentido que sus lectores sean capaces de extraerle, incluso en sus puntos ciegos y en sus misterios contextuales.
La crítica anglosajona distingue entre el sentido y la significación de una obra y yo considero esta distinción muy justa, porque hay obras cuyo sentido podemos disputar, pero no su significación. Significación (significance) es la importancia que tiene una obra como autoridad, como arte, y su valor dentro de aquella comunidad para la cual se torna necesaria.
En ese sentido, Milico es una obra significativa y en cuanto a lo que significa su escritura creo que es una obra muy valiente. Milico se mete con la historia, con la política y sin embargo no es una novela ni histórica ni política per se y al mismo tiempo lo es. Difícil explicarlo, pero su núcleo vital y existencial subsume a los otros sin restarles importancia. Su contenido de amor, de ideales éticos, de asombro y sufrimiento, sus ires y venires hacia y desde la infancia, la relación con los otros, con esas voces otras que hacen de efecto coral: Rosita de Mostazal, la Chita, Margarita, Alicia, la presencia inesquivable de las mujeres, dan un grosor a este universo de Varas que lo anclan en lo que es mejor de la literatura y la novela: el ofrecer un intento de comprensión amplia del mundo.
Y leemos esta novela con entusiasmo, con todo lo que tenemos, con nuestros saberes y nuestras experiencias, y no importa lo que diga aquí José Miguel Varas, porque como dije antes: su novela ahora es nuestra.
Sin entrar en la discusión sobre novela de tesis y esas pavadas, como diría un argentino, yo leo la muerte del padre en este libro como la muerte de una generación de militares chilenos que será reemplazada por la generación golpista con una visión gansteril de la política.
Tú no sabes, estimado José Miguel, todas las cosas que despierta este libro en un viejo Institutano del barrio Independencia. Cuando pequeños, mientras celebrábamos los 19 de septiembre jugando a la pelota en la calle, oíamos de pronto pitos y tambores lejanos. Al punto, el mundo se congelaba. Como perros adolescentes parábamos la oreja y pronto alguien gritaba: “La naval en Bandera” y el grupo explotaba y corríamos desaforados: Rivera, Pinto, Lastra, todos apellidos militares. Cruzábamos veloces el Mapocho y entrábamos por la calle Bandera y más allá de Santo Domingo, dribleando entre la muchedumbre, nos encontrábamos con la banda de guerra de la marina y nos devolvíamos hasta la estación marchando con ellos, extasiados por el sonido de los tambores pegando y retumbando en las paredes de los edificios decimonónicos hasta abrirse frente a la estación repleta del pueblo de la Chimba que venía a ver a sus hijos de uniforme.
Bueno, eso lo velamos y enterramos el 11 de septiembre. Ahora somos Jaime Román, todos recibimos un culatazo en los dientes. De ahí en adelante ellos se han convertido en unos extraños, en una banda armada vinculada a intereses precisos, que vive de sus propios rituales, que ya ni nos conmueven ni nos interesan.
Lo que sí nos conmueven son esas mujeres de campo que cruzan la novela, la presencia invisible del campo en la ciudad. Leyendo a las chicas de San Francisco de Mostazal, se me aparecía mi tía Flora, mi tía Clemencia, todas aquellas visitas sentadas en la punta de las sillas con las carteras apretadas al pecho. Presencias amorosas de un campo que teníamos tan cerca y que ignorábamos, porque eramos de una generación que hacía de lo urbano su insignia.
Del dolor y la violencia, mejor ni hablemos; esos parecen haber sido nuestros de por siempre. La excepción es el breve momento esperanzador que precede a la furia; los eximidos, aquellos que han podido darse el lujo de ejercerla contra los demás, de convertir a la mayoría en víctimas.
Dar forma a esa experiencia de generaciones, eso es novela en su más eficaz intersección con la historia y la política. Si escribir tiene algún sentido es ese. Ahí es donde declaro mi honesta envidia frente a este libro admirable que logra sostener toda la problemática fragmentada que nos planteó ese siglo maldito que es el XX. Ahí, en esa brecha, es donde el libro trabaja, ahí es donde trabajamos sus lectores y nuestra imaginación, ahí es donde despertamos a la memoria oxidada.
Quiero volver a lo de las obras significativas. Hablando de historia a los jóvenes chilenos, Andrés Bello escribía en El araucano:
Cuando el público está en posesión de una masa inmensa de documentos y de historias, puede muy bien el historiador que emprende un nuevo trabajo sobre esos documentos e historias adoptar o el método del encadenamiento filosófico, según lo ha hecho Guizot en su Historia de la Civilización, o el método de la narrativa pintoresca, como el de Agustín Thierry con su Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos. Pero cuando la historia de un país no existe, sino en documentos incompletos, esparcidos, en tradiciones vagas, que es preciso compulsar y juzgar, el método narrativo es obligado.
Y así, Bello hacía referencia a ese espacio que la novela guardará para sí: si no hay ciencia hay arte, si no representamos el mundo con los métodos del encadenamiento filosófico viene la literatura, que pone sentir a la razón, para llevarnos en un viaje al corazón de nosotros mismos, viaje difícil al lugar donde se esconden las cosas que ni siquiera nos atrevemos a reconocer.
Gracias José Miguel por nuestro Milico.