Orjikh, la editorial del osito, ha lanzado hace ya casi dos meses Leñador, la más reciente novela de Mike Wilson, y que supone un giro drástico en la bibliografía del autor de Rockabilly y Zombie. Dejando atrás la nouvelle multifocal con un gustillo posmofaulkneriano, Wilson se adentra en el bosque y el producto de este viaje son quinientas veinte páginas en las que se entrelazan uniformemente descripciones casi enciclopédicas de los insumos, vida y costumbres de los leñadores; y la historia del narrador, un ex-combatiente de unas tácitas Malvinas que se va a los bosques canadienses en busca de un cambio, de un giro hacia otra vida.
Leñador es una novela de texturas, una novela con texturas: es crujiente, costrosa, cortezuda. Sus repeticiones, su método para explicar desde los trozos de información más rebuscados hasta las obviedades de la experiencia cotidiana generan una masa tupida de información, en la que cada sección explicatoria se alza como un tronco milenario cubriendo, y a ratos revelando, la historia de su protagonista. En esa masa tupida, Wilson nos obliga a detenernos, a hacer una pausa para observar y empezar a descubrir en ella patrones, sensaciones y formas. La lectura de Leñador, con su riqueza descriptiva, se vuelve así crepitante, crocante en su diversidad de capas y en la enumeración de los distintos elementos que componen el mundo del protagonista, un mundo que nos envuelve y en el que nos encontramos internados, e incluso por momentos perdidos, con suma facilidad.
Uno de los grandes triunfos de Leñador es la forma en la que consigue imponer su ritmo. Con una lentitud acompasada y repeticiones precisas, emulando el gesto técnico de la tala, la novela impide que uno pase simplemente por ella. Leerla rápido, leerla para llegar al final sería un despropósito y un contrasentido. Su extensión no pretende urdir una historia larga y compleja; muy por el contrario, busca la ya mencionada pausa, el cambio de ritmo justo que experimentan a la vez narrador y lector.
La novela exhibe, eso sí, ciertos problemas ya cerca del final. Presa de la misma estructura que la sustenta durante por lo menos cuatrocientas páginas, en la medida que nos acercamos a su desenlace, las repeticiones terminan agotando de una manera que no se alcanza a sentir completamente como intencional. Si bien el mismo protagonista descubre y asume que debe seguir su camino, que su experiencia de libertad puede aún ser más plena, el ritmo de la novela pasa hacia el final a sentirse más como una prisión que como una saturación intencional. Y cuando llegamos a las últimas veinte páginas, que son una gran frase hilada mediante series, el diseño de la novela se vuelve demasiado evidente y su montaje se ve perjudicado, precisamente por lo bien construido de su comienzo. En una novela con un ritmo más rápido, el remate que Wilson elige para Leñador habría sido preciso, vertiginoso, liberador. Acá le cuesta, no puede sacudirse la marca de las quinientas páginas previas. Así como el narrador y protagonista de Leñador consigue su libertad y en una apoteosis minúscula, tan irrelevante y grandiosa a la vez (por ende: tan humana), la novela misma se queda atrapada y no consigue seguir a su protagonista hacia esa transmutación definitiva. Ante nuestros ojos, la novela cruje como un exquisito crocante, pero de la misma forma nos deja un pequeño residuo, un gustillo a algo que no consigue salir del todo.
Aun así, son muchísimos más los méritos que los detrimentos de este texto inteligentemente estructurado, que convence y se impone; y que en su enciclopedismo no termina marrando su humanidad. Leñador es una novela que hace su propio ritmo, que consigue eficazmente construir un espacio, a base de tiempos, para internarnos y leer y vivir con la relamida lentitud de quien vive preocupado no de los acelerados artificios de la urbe, sino de las verdades que, como dijera Chesterton, son siempre nuevas porque son las más antiguas. En definitiva, una novela para experimentar la soledad de su protagonista en esa soledad perfectamente blindada que es el leer.