Hoy Natalí Aranda nos reseña el libro La luz y la montaña, de Soledad Urquía, publicado recientemente por la editorial valdiviana Komorebi Ediciones.
Sentí que las montañas siempre fueron mi refugio, mi lugar
donde esconderme para después poder salir al mundo.
Ahora lo comparto con mi hija.
(Soledad Urquia)
La novela, escrita a modo de diario autobiográfico, nos relata el proceso vital de una mujer que transita una búsqueda espiritual y paralelamente vive la experiencia de la maternidad. La narración refleja las tensiones que surgen del encuentro de estas dos dimensiones y el proceso de integrar ambos mundos sin que el hecho de ser madre signifique la renuncia al espíritu, aspecto sumamente relevante en su vida, ya que continuamente ha sentido el llamado de renunciar/huir del mundo para refugiarse en el sendero del desarrollo espiritual: “Por razones que no sabría explicar, nunca dudé de que la íbamos a tener, si bien sentía que avanzar con el embarazo implicaba renunciar a todas mis aspiraciones espirituales” (27). Aspiraciones que la han acompañado desde muy joven y que podemos ir reconociendo en las prácticas que realiza, las cuales en su gran parte son constitutivas de filosofías y religiones orientales, más específicamente de escuelas espirituales de la India.
A través de técnicas meditativas se interna en un hondo proceso de autodescubrimiento. La montaña, en su sentido concreto y simbólico, es una metáfora de esta búsqueda y un aspecto central en su vida: “Me parecía que vivir al pie de una montaña era algo kármico en mi vida o una compulsión a la repetición de mi inconsciente, dos conceptos que a veces siento que se refieren a lo mismo” (40). Esto lo podemos visualizar en la decisión de abandonar el entorno urbano de la ciudad de Buenos Aires para internarse junto a su familia en el montañoso paisaje de Traslasierra en la provincia de Córdoba, y también lo podemos observar en su viaje a la India, donde vivió al pie de la Montaña Sagrada de Arunachala en el pueblo de Tiruvannamalai, lugar en el que se encuentra el Ashram de Ramana Maharshi (1879-1950), sabio hindú por el cual desarrolló una actitud devocional.
Respecto a la identificación o repetición kármica o inconsciente de este hecho, puede ser interesante lo que indica el estudioso del símbolo, Juan Eduardo Cirlot, acerca del sentido místico que tiene la cima de la montaña al ser concebida como el punto en el que la tierra y el cielo se unen. Esta idea puede ser bastante reveladora para entender su presencia en la vida de la protagonista de la novela, ya que su intento de armonizar la maternidad y su vida espiritual puede concebirse como un intento de unir la tierra y el cielo. Un proceso de aprendizaje relacionado con la capacidad de integrar ambos mundos en el camino hacia la realización y el reconocimiento de lo que somos.
Dentro de esta búsqueda, la narradora nombra al Advaita Ved?nta, una escuela espiritual y filosófica de la India que toma forma gracias a Samkara (788-820 d.C.), sabio hindú que, inspirado en las Upanisad, textos sagrados para el hinduismo, postula la identidad entre el alma encarnada y Brahman (la única realidad), no existiendo dualidad entre estos dos aspectos. Tal vez alcanzar la experiencia de Brahman, el absoluto, es alcanzar la experiencia advaita de no dualidad entre la tierra y el cielo.
Ramana Maharshi está presente en varias ocasiones en el relato al formar parte fundamental de la búsqueda espiritual de la protagonista. Este sabio de la India propuso el método de la autoindagación como forma de ir eliminando todas esas falsas identificaciones que nos mantienen distantes de nuestro ser auténtico. Para la narradora esta técnica es parte de sus prácticas meditativas, las que son realizadas durante las primeras horas, cuando el sol y su hija Aurora todavía descansan: “Me levantaba a meditar cuando todavía era de noche y lo primero que veía por la ventana eran las montañas con su presencia indiscutible, intensa y, por momentos, agobiante” (40). Este escenario montañoso, oscuro y silencioso es el que la acompaña en su práctica cotidiana de contacto con su mundo interno.
La protagonista explica del siguiente modo la técnica creada por Ramana, en la que principalmente somos guiados por la pregunta “¿Quién soy yo?”:
(…) la idea es localizar la sensación «Yo soy» pero de manera indeterminada, sin decir «yo soy esto o aquello». Si aparece, por ejemplo, un pensamiento, uno se pregunta: ¿a quién se le aparece este pensamiento?, y de esa manera se vuelve a la sensación «Yo soy». La técnica se llama en sánscrito atma vichara, y como todas las palabras en ese idioma antiguo y sagrado, tiene una sonoridad hermosa (19).
Esta autoindagación no es un autoanálisis psicológico, ya que lo que busca no es comprender al yo individual, concreto, empírico, sino al Yo que trasciende la dimensión personal. Una sentencia de las Upanisad, “Conoce en ti aquello que, conociéndolo, todo se torna conocido”, nos remite a este Yo que, al ser conocido, nos abre a la comprensión de la totalidad, es decir, a la experiencia advaita de no dualidad entre todo lo que es.
La narradora agrega que este proceso de indagación tal vez tenga relación con la posibilidad de encontrarse con ese observador imparcial, una conciencia testigo capaz de crear una distancia con sus identificaciones: “Más allá de todo esto, hay algo que mira con ecuanimidad, que no juzga. Siento que ubicar y sostener este espacio interior es parte de un proceso artesanal y específico para cada persona” (17). La práctica meditativa es un proceso que va sutilmente creando un espacio en el que aparecerá esa conciencia no identificada con la mente, el cuerpo ni las emociones, llevándonos a otra experiencia del ser, relacionada con la vacuidad; un horizonte vacío y fecundo que puede ser concebido como la base de toda experiencia. El observador imparcial reconoce que su ser se origina en este campo de vacuidad, lo cual puede ser expresado como el silencio que acompaña a cada palabra o, en palabras de Raimon Panikkar, importante filósofo del diálogo interreligioso, como la ausencia que se encuentra en cada presencia.
Ahora bien, ¿es posible llevar una auténtica vida espiritual teniendo un anclaje a tierra tan fuerte como lo es la maternidad? Intuyo que una posible respuesta a esta pregunta se encuentra en esa aspiración por la simpleza que manifiesta la narradora. Tal vez una vida simple sea capaz de diluir las tensiones entre los diferentes ámbitos de la existencia. “Por último, me pareció que, de todas las aspiraciones posibles, la simpleza es la mejor que podría tener. ¿Es la espiritualidad, con sus dispositivos y teorías tan complicadas, un intento de volver a lo simple?” (39). El budismo Zen explica esta simpleza de la siguiente forma: “¡Qué maravilloso, cuan misterioso! Cargo la leña, saco agua del pozo”. En lo espontáneo y natural late el misterio, en nuestro hacer cotidiano podemos encontrar al espíritu, la complejidad está en transitar este camino de regreso a la vida y a su ritmo, lo cual es posible cuando vemos que el cielo y la tierra no son dos dimensiones separadas, sino que, tal como nos puede mostrar la primera luz de la aurora en la cima de la montaña, son manifestaciones de un mismo ser/vacuidad que respira en todas las cosas.
La protagonista del relato toma refugio en la montaña, contactando allí con el misterio, el silencio y con un cierto ritmo que se manifiesta en la respiración.
Experiencia que ahora comparte con su hija Aurora.
*Nota: el título de la reseña corresponde a un verso de Los cantos de la montaña (1927) de la poeta chilena Olga Acevedo. En Poesía Completa de Olga Acevedo, Ediciones UC, 2019, p. 165.